martes, noviembre 5, 2024

El mercado negro de las no vacunas

Una dama de lo que los clásicos llamarían de alta sociedad decidió que no se vacunaría. Como Paty Navidad o Miguel Bosé, estaba convencida de que el asunto era una patraña destinada a convertirnos en borregos de los laboratorios. Pero incluso si no lo creyera, le parecía inconcebible meterse al torrente sanguíneo algo administrado por Servidores de la Nación y enfermeras que carecen de la acreditación de un hospital Ángeles.

Así que como muchas otras personas decidió mantener su cuerpo virgen de toda inoculación. El problema es que también decidió reanudar su viaje anual a Europa, dolorosamente suspendido el año anterior.

Algún familiar se alegró de la lección que por fin recibiría la encumbrada tía: ninguna línea área la trasladaría al otro lado del Atlántico sin un certificado de vacunación. O eso creía. La señora simplemente abrió la chequera y resolvió el problema; un empleado de gobierno de mano convenientemente aceitada le generó el certificado correspondiente. Ahora el sobrino espera que por lo menos alguna justicia divina le depare un contagio que, sin ser grave, obligue a las autoridades francesas a meterla en cuarentena. 

Cito la anécdota anterior, porque a su manera toca varios de los dilemas que generan las políticas públicas de inoculación masiva. El debate ético sobre la responsabilidad personal de vacunarse o no; la resistencia social a hacerlo; el papel que las autoridades tendrían en el asunto y la corrupción resultante. Comienzo por esto último. Antes de sacar el cilicio para propinarnos indignados golpes en la espalda por la corrupción endémica atribuible a nuestro supuesto ADN, habría que advertir que la falsificación de certificados de vacunación se ha convertido en un negocio boyante en Europa.

Donde hay una necesidad, legal o ilegal, surge alguien dispuesto a subsanarla. Miles de ciudadanos, por una razón u otra, no están dispuestos a vacunarse, pero tampoco desean perder derechos que consideran inalienables: entrar a un restaurante o a un edificio público, subirse a un transporte, asistir a un concierto. La mayor parte de las metrópolis del primer mundo ha sido escenario de protestas. Muchos simplemente han seguido la ruta de la adinerada mexicana y se han conseguido un certificado falso. 

El problema de la vacunación es un ejemplo a escala mundial del antiguo debate: ¿dónde termina la libertad individual y dónde comienzan los derechos de los demás? ¿En qué punto de esa zona gris debe un gobierno tirar la línea? Por un lado, el principio libertario de que cada cual tendría que tener derecho a hacer con su cuerpo lo que le parezca; del otro, las implicaciones y límites que eso tendría cuando tales decisiones afectan la salud de otros. Y no se trata solo de un asunto de salud pública (que lo es: mientras más tardemos en alcanzar la inmunidad del colectivo, más probabilidades hay de que surjan nuevas variantes), sino también económico.

En la medida en que aparecen nuevas olas de contagio, atribuibles en parte a la persistencia de grandes porciones de población aún no vacunada, las restricciones económicas y sus secuelas afectan a todos, vacunados incluidos.  No es un dilema fácil, porque el rechazo a la vacuna no solo procede de los fanáticos de las teorías complotistas que están convencidos de que el viaje a la luna fue inventado, que Elvis aún vive o que la vacuna es un chip que controla el cerebro. Tampoco se reduce a la extrema derecha que conecta con un individualismo rampante y egoísta.

Entre los que protestan también se encuentran acólitos de la medicina alternativa, hippies y defensores del pensamiento libertario opuestos a cualquier cosa que huela a una imposición del Estado.  Y, por lo demás, se trata de un problema que admite lecturas distintas dependiendo del lugar y la edad desde la que se mira. Por un lado, tiene muy poca gracia que la humanidad en su conjunto sea rehén de una docena de laboratorios que nunca se han caracterizado por actuar como hermanas de la caridad. Hablar de tercera y cuarta dosis no hace sino convertir una molesta necesidad en una preocupante dependencia. Por otro, necesariamente un joven lo percibe distinto a un adulto mayor. La mayor parte de los que protestan son jóvenes que se resisten a someterse a un remedio para evitar lo que les representa un riesgo menor. El exhorto en clave obradorista “piensen en sus mamacitas” no parece haber hecho mella en su resistencia a ser pinchados para evitarse lo que consideran una simple gripe. 

Lo cierto es que frente a la persistencia de la epidemia y el desplome de las economías, algunos gobiernos europeos comienzan a considerar estrategias “mandatorias”. Varios de ellos lo han convertido en una obligación para grupos específicos: doctores y enfermeras, policías y bomberos, en Francia por ejemplo. En Estados Unidos algunas autoridades locales que hicieron algo similar enfrentan la rebeldía de algún policía dispuesto recurrir a tribunales con alta probabilidad de salirse con la suya. Con la típica practicidad yanqui, y convencido del irresistible encanto del dinero, el gobierno de Nueva York decidió ofrecer 100 dólares a todo remiso rezagado.

Menos complaciente, el gobierno de Austria ha decretado que a partir del 1 de febrero la ley obligará a todo ciudadano a ser vacunado o enfrentará la penalidad correspondiente. Otras autoridades regionales en el resto de Europa contemplan medidas similares.  México se ha caracterizado por la laxitud. Ni cerrar fronteras a viajeros de países de alto riesgo, ni exigir certificado de vacunación al libre tránsito de las personas. Lo digo sin asomo de crítica.

En el debate ético sobre prohibir o permitir, me parece que no hay soluciones mágicas ni categóricas. Y seamos honestos, peor haríamos asumiendo exigencias que no estamos en condiciones de hacer cumplir. Un gobierno que es incapaz de impedir que los mexicanos se maten a razón de 100 por día, no está en posibilidades de obligar a una parte de la población a hacer algo en lo que no está de acuerdo.  

Si ya hay un mercado negro para resolver el problema de los que quieren ir al extranjero, imagínese el boom de falsificaciones en la plaza Santo Domingo si se exige un certificado de vacunación para entrar al cine. 

Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap

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