Lo que más debe extrañar López Obrador desde el 2006 en que buscó por primera vez la presidencia de la República, son las multitudes que al solo conjuro de su nombre colmaban plazas públicas, parques, teatros, patios de escuela y hasta salones de baile.
Durante doce años (del 2006 al 2018) el tabasqueño fue el político más atacado, pero también el más querido, admirado y seguido por una sociedad harta de todo lo malo. López Obrador encarnaba a ese ser limpio y sin mácula que los sacaría del atraso, metería a los ladrones a la cárcel y acabaría con la violencia imparable.
Todavía durante su primer año como presidente, era frecuente verlo los fines de semana por esos caminos de Dios recibiendo el cariño de la raza y dándose los baños de pueblo que tanto le agradan.
Pero al margen del boato algunas cejas comenzaron a levantarse recién estrenada su administración, por sus medidas draconianas que afectaron principalmente a los pobres que decía defender.
Del asombro, los mexicanos pasaron al enojo cuando fueron literalmente corridos (con una patada en el trasero y sin liquidación), más de 2 mil trabajadores del SAT y 12 mil 817 burócratas en aras de la austeridad republicana. Esto en sus primeros 38 días como presidente.
Desde ahí comenzaron los abusos, pero sus seguidores pidieron darle el beneficio de la duda. Denle chance, va empezando.
Y el chance duró mucho pues ni los muertos por la pandemia, ni la violencia, ni el decrecimiento económico, el desabasto de medicamentos, las incontables protestas por todo o la falta de obra pública, mellaron su envidiable popularidad que hasta el mes anterior era del 60%.
Pero a finales de enero estalló el escándalo de la Casa Gris y febrero ha sido su peor mes en muchos años; su mes de pesadilla.
Después de tres años y tres meses de vivir en Palacio Nacional nada queda de aquel líder carismático y aglutinador de multitudes. El Andrés Manuel López Obrador de hoy es un tipo resentido, desconfiado y malhumorado, que está bien lejos de ser el individuo por el que votaron 30 millones de mexicanos.
“El presidente está cada vez más fuera de sí. Se muestra desesperado, enojado, arrinconado, profundamente violento. Sigue violando la Constitución, sigue amenazando…” dice su némesis Carlos Loret de Mola y ni sus seguidores más fieles han podido rebatir al periodista.
El presidente poderoso que truena los dedos y mueve a todos en Palacio Nacional, también es la botana de millones de personas que un día sí y otro también se solazan ridiculizándolo en las redes.
Y ni cómo ayudarlo cuando él mismo ha dado la pauta al ridículo. Porque ridícula es su patológica obsesión por dar a conocer los emolumentos de Loret. Y lo va a hacer, vas a ver que sí, lector. Sin que le importen las consecuencias.
Su odio le obnubila a tal grado el entendimiento que no ha reparado en que si algo le pasa al periodista, así se caiga de una bicicleta y se luxe un tobillo, todos los índices de este país lo van a señalar a él.
Pero no le baja. En lugar de cerrar ese capítulo y retomar las riendas del país, a donde va habla de Loret porque su prioridad es Loret, lo que no deja de causar cierta envidia. Y es que si el ahínco que pone en atacar al periodista lo utilizara para gobernar, otro gallo le estaría cantando a la Patria.
La luna de miel con sus gobernados que duró bastantito se acabó. Si cuando llegó a la presidencia siete de cada diez mexicanos lo respetaban, hoy el porcentaje es el mismo pero al revés, porque siete de cada diez le han perdido el respeto.
Es por ello que debe extrañar los años en que era el ídolo de la raza; la mejor opción para el país, el único capaz de salvar a México; el faro, la barca, el guía y la luz. Años en que era vitoreado, aplaudido y apapachado, en contrapunto con el baño de improperios que recibe cada vez que sale de gira; nada que ver con aquellos tonificantes baños de pueblo.
Si como candidato López Obrador fue una maravilla; como presidente está resultando lo más parecido a un fiasco. Un fiasco que a raíz de su pleito con Loret, ha comenzado su lento pero inexorable camino hacia abajo.