Desde el último trimestre del 2021 la deliberación sobre el futuro del país se ha confundido abiertamente con el futuro de Andrés Manuel López Obrador. No me refiero solamente al airado debate sobre la honradez de su familia y sus aliados, sino a los graves problemas que agobian al país.
A pesar de los crecientes desafíos que nos amenazan como nación y de las muy limitadas capacidades del Estado mexicano para afrontarlos, la conversación pública está reconcentrada —cada vez más y cada vez con más violencia— en lo que opina y hace el presidente. Como si solo él y nada ni nadie más que él fuera, a un tiempo, la causa y la solución de todos los problemas.
Ambas cosas son mentira: no es verdad que las decisiones de AMLO sean la única razón para explicar la caída de nuestra economía, ni la desigualdad creciente, ni la terca persistencia de la corrupción, ni el incremento palpable de las violencias que nos están matando; pero tampoco es cierto, ni remotamente, que entregarle todo el poder sea la única alternativa razonable para salir del círculo vicioso que entrelaza a esos fenómenos. El presidente no es la causa ni la solución de esos retos gigantescos. Para afrontarlos, no necesitamos un caudillo sino un Estado capaz de resolverlos.
Sin embargo, cada vez es más difícil discutir sobre las opciones disponibles para salir de este berenjenal odioso, porque todo está girando en torno de la esperanza o del rechazo que producen las palabras de quien encabeza el gobierno federal. Parece que hubiésemos retrocedido un siglo —o todavía más— para volver al tiempo en el que la clase política se jugaba todo su destino (y arrastraba al del país) en torno del caudillo que la representaba. Elija usted: Santa Anna, Juárez, Díaz, Carranza, Obregón o Calles. Todos ellos se asumieron como la encarnación del pueblo y del Estado, todos gobernaron al margen de la Constitución —incluyendo al Benemérito— y todos buscaron mantenerse en el poder hasta que los derrotó la muerte o la revuelta. La excepción fue Cárdenas: el único que combatió el caudillaje, para cederle su sitio a las instituciones del Estado.
Concedo sin chistar el genio político del que está dotado el actual presidente mexicano y su extraordinaria capacidad de comunicación emocional. Sería imposible comprender la situación en la que estamos atascados sin reconocer el liderazgo que ha sabido construir y sin la potencia popular de sus palabras. Concedo también que supo leer y asumir con maestría el dolor de una generación profundamente agraviada por la corrupción, la ineptitud, la desigualdad y las violencias. Y sostengo que nadie sensato debería escatimarle ese reconocimiento que le permitió llegar hasta la cima del poder político.
Pero mientras más avanza este sexenio más excesos se cometen en nombre de un proyecto encarnado en un solo hombre y todo se justifica con el mismo argumento repetido hasta la saciedad: para transformar a México es indispensable, dicen ya sin matices quienes lo acompañan, entregarle todo el poder a Andrés Manuel y confiar invariablemente en su buen juicio. No importa lo que haga o diga ni los efectos tangibles de lo que hace y dice, porque todo se explica en función de sus cualidades intrínsecas y superiores. Quienes le piden cuentas o lo contradicen, son enemigos que deben ser vencidos y señalados como traidores a la patria, porque sólo él ama sinceramente al pueblo y nunca se equivoca.
Con todo respeto, quienes esgrimen esas razones no están pensando en la misión del jefe del gobierno, ni admiten discusión alguna sobre los cursos de acción que debe tomar el Estado para construir una sociedad igualitaria, justa y pacífica, sea quien sea el presidente. Quieren un caudillo para medrar bajo su sombra y, sí, lo están logrando.
Investigador de la Universidad de Guadalajara