POR DANNER GONZÁLEZ
A Toñi e Indira Biadxi
Fernando Santiago Vásquez fue uno de los hombres que dispersó la danza. Zapoteco, vino a recalar en Xalapa, y aquí se quedó para alumbrar el pensamiento de muchos jóvenes que pasaron por las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad Veracruzana. Ejerció la docencia como una profesión de fe, incluso en los momentos más oscuros de la enfermedad.
Docto romanista, tenía una sensibilidad especial por las artes, especialmente por la pintura, la música y la literatura. Defensor de la pluriculturalidad y de la preservación de las lenguas maternas, entregó su tiempo con pasión a la organización de charlas, recitales, conciertos. Fernando sabía que no basta invocar a la justicia para impetrar sus favores. La justicia es una llama perpetua en el corazón de los hombres. Pocos escuchan su crepitar y menos aún, alientan su lengua de fuego para que no se extinga. Fernando siempre supo que hay un solo camino para ello: el humanismo, aunque en tiempos pragmáticos, quien lo ejerce sea visto como una rara avis.
Era además un cruzado: acompañó al zapatismo en su caravana por el territorio veracruzano. Le dolía Acteal. Le encabronaba la injusticia donde quiera que habitara. Acompañó a Ofelia Medina en los trabajos y los días por la dignidad de la niñez chiapaneca. Amigo de nuestra querida escritora Esther Hernández Palacios, creó e impulsó la cátedra Aureliano Hernández Palacios.
Me distinguió con su amistad y me honró invitándome a charlar con sus alumnos, en la cátedra intersemestral que impartía sobre Historia del Derecho Mexicano. También nos acompañó en las tareas que emprendimos en Son la Esperanza. Si había que llevar libros a la juventud veracruzana, ahí estaba Fernando. Si había que hacer de niñero –tarea, por cierto, no exenta de gran responsabilidad– para llevar estudiantes a la Ciudad de México, a conocer las Cámaras del Congreso de la Unión, ahí estaba Fernando, diligente y animoso.
El humano se separa de lo animal cuando aprende a cocinar lo que come y solo en ese momento sabe que si no es posible cortarle a la epopeya un gajo, al menos podemos robarle algunos manjares a los dioses. Fernando era un gastrónomo irredento. No era raro visitarle y encontrar en su casa a la gran Raquel Torres, charlando amena. O sorprenderlo en la cocina, intentando apañar el secreto de las recetas yucatecas de nuestra querida Hilda.
Quedan en el recuerdo de nuestras familias los festines opíparos de que dimos cuenta en la calidez de los fogones, los vinos escanciados a lo escita y las larguísimas sobremesas en las que hablábamos de todo, pero siempre volvíamos a una pasión compartida que es origen y destino, Oaxaca, con sus dos santos patronos: Andrés Henestrosa y Francisco Toledo. Charlamos en los pasos perdidos de su casa, por última vez, en plena pandemia. Estaba, como siempre, preocupado por el futuro de la educación en nuestro Estado. Encomió la vocación docente y me animó a ella. Luego hablamos de nahuales, de aparecidos y quedamos para cocinar, en su horno istmeño, de barro, un pescado al horno que en Juchitán llaman Benda’ yagüi. Cuando llegue el día, cumpliremos esa cita pendiente.
Guendanabani xhianga’ sicarú
–La vida es hermosa
ne gastiru’ ni ugaanda laa
–nada se le compara
Diuxi biseenda’ laanu guidxilayú
–Dios nos mandó a esta tierra
ne laa cuidxi laanu ra nuu
–y Él mismo nos llamará a su lado…
Pisa suave, pisa ligero, querido Fer. Xunaxidó’ nga gapa’ laanu ndaani’ na’ Que la diosa te acune en sus brazos.