domingo, noviembre 17, 2024

El pecado de Adán

Estoy convencido de que el espíritu que inspira el ejercicio de revocación de mandato es correcto. Pero los cauces por los que está discurriendo esta primera edición son lamentables y comprometen las buenas intenciones con las que esta iniciativa fue propuesta. Y afirmo que se trata de un ejercicio en principio positivo, porque en otros países resulta más viable la posibilidad de poner fin a un gobierno al que sus ciudadanos repudian.

Sea porque se trata de regímenes parlamentarios, en los que el Poder Ejecutivo siempre está condicionado al desempeño o al menos a una correlación de fuerzas favorable; sea porque aun tratándose de gobiernos presidencialistas los tramos son más cortos, como en el caso de Estados Unidos. Donald Trump, George Bush padre o Jimmy Carter solo pudieron gobernar durante cuatro años frente al descrédito del que fueron objeto sus administraciones tras un primer periodo.

En México el largo tramo de seis años nos condena, como López Obrador ha dicho, al riesgo de tener que soportar a un presidente de ineptitud comprobada. La idea original era que el ejercicio de revocación tuviera lugar justo a la mitad del sexenio, lo cual no suena descabellado si consideramos que los estadunidenses lo hacen cada cuatro años, bajo el esquema de reelección acotada a dos términos.

Pero lo que podría haber sido un ejercicio interesante, con todo y que en su primera versión estaría sujeto a la inevitable fase del ensayo y el error, terminó desvirtuándose al convertirse en un campo de batalla más de la terrible polarización que sacude al país. El debate tendría que haberse concentrado en los pros y contras de lo que puede representar un ejercicio de revocación en el marco de un diseño institucional democrático. Pero no fue así; quedó convertido en una disputa coyuntural y mezquina en términos de pérdidas y ganancias de corto plazo entre las fuerzas obradoristas y antiobradoristas. En los primeros escarceos los planteamientos no se centraron en los argumentos de fondo (la pertinencia o la futilidad de la revocación como instrumento democrático), sino en el mero repudio o el apoyo a algo que estaba presentando el Presidente.

Unos empeñados en mostrar el necesario fracaso de la iniciativa, y no exactamente por el impacto que podría tener en los sexenios por venir, sino por el uso político que haría el obradorismo en esta primera versión. Otros, afanándose para asegurarse de que, en efecto, la revocación se transforme en una aprobación masiva a López Obrador. Y una vez puesto en esos términos, los intereses en juego estarían justificando la supresión de todo rasgo de civilidad.

Por un lado, los consejeros del INE actuando a regañadientes y dificultando la puesta en marcha de algo en lo que no están de acuerdo, lo cual puede ser muy respetable en los confines de sus conciencias, pero no en la descripción de sus deberes y responsabilidades. Un árbitro de futbol puede tener simpatías personales por un equipo u otro, y seguramente no puede ser de otra manera, pero eso no obsta para exigirles absoluta imparcialidad. Hay un mandato constitucional que obliga a los consejeros a organizar plena y eficientemente esta consulta, más allá de la opinión que les merezca. Declaraciones como las del consejero Ciro Murayama, en la que a propósito del activismo presidencial compara a AMLO con Mussolini, ayudan muy poco a convencernos de la imparcialidad de este árbitro.

La oposición tampoco sale mejor librada. Juzgó que ofrecía mayores réditos disminuir la cifra de afluencia que aumentar la cifra de reprobación. Es decir, estimaron que el obradorismo tenía más poder de movilización para generar un voto positivo que ellos para motivar a un voto negativo. Por consiguiente prefirió debilitar la iniciativa misma, boicoteándola, que apostar por reflejar los niveles reales de desaprobación del Presidente que se encuentran entre un tercio y un 40%.

En aras de sus intereses inmediatos, la oposición está dispuesta a desbarrancar un ejercicio ciudadano, más allá de la discusión de las ventajas y desventajas que pueda tener al mediano y largo plazo. Pero el obradorismo lo ha hecho peor. Para decirlo rápido, convirtieron la revocación en una movilización para satisfacer el ego del Presidente. Con el argumento de que será “la última vez que AMLO va a estar en una boleta”, la revocación se transformó en una elección de Estado en favor de una persona.

El uso ostensible de los recursos públicos o el tapizado de espectaculares con la figura de Andrés Manuel, en dosis que hace rato no se veían, resulta doloroso para los que seguimos creyendo en muchas de las banderas que sostiene un hombre que llegó al poder exaltando la austeridad y la sobriedad ¿Cómo conciliar los principios obradoristas con un secretario de Gobernación, Adán Augusto López, que hace mofa de la violación de la ley bajo el criterio de que su delito quedará impune porque los del INE van de salida?, ¿Cómo justificar el uso de aviones militares o la asistencia del jefe de la Guardia Nacional a un acto de Morena, una traición a la consigna, incluso respetada por gobiernos priistas, de evitar que los generales participen en temas partidistas?. 

Podría entender, que no justificar, si en realidad estuviera en juego el éxito o el fracaso de este gobierno. Pero para ser realistas, toda esta carrera entre funcionarios para ser uno más obsequioso que el otro en elogiar al presidente al margen del decoro o la ley, se trata simplemente de que la cifra de asistencia no quede en 9% y si en 16%, por ponerle número. Se dirá que lo que está en juego es el éxito de la revocación misma, en la que cree el Presidente, pero me parece que, justamente, al convertirla en una elección de Estado se termina dañando el sentido mismo de la consulta; la mejor manera de defenderla habría sido asegurándose de que, en efecto, fuera una consulta ciudadana razonablemente pulcra, y no una suerte de movilización orquestada para la aclamación del líder.

Con este antecedente solo podemos imaginar los excesos que cometerán los gobernadores, si es que se generaliza a las entidades como se había propuesto, por no hablar de futuros sexenios. ¿Si eso hace un movimiento comprometido con la renovación ética de la vida pública, que no harán otros de moral más laxa? Hasta ahora el Presidente había sido respetuoso de la ley, más allá de su belicosidad verbal; siempre había asumido que en última instancia se sometería a la decisión de normas y tribunales. Hoy, que en realidad lo que está en juego es un tema de orgullo, por razones difíciles de entender, decidieron cruzar esta frontera.

En suma, un ejercicio lamentable en el que todos salimos perdiendo. 

Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap

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