Cuando empecé mis funciones como Director del DIF en Veracruz, en 2010, una de mis obligaciones era participar en el programa contra la obesidad, que estaba a cargo del Consejo Estatal de Alimentación Saludable y Actividad Física. Dos años después me tocaría presidir dicho Consejo, en mi calidad de Secretario de Salud. Cualquiera entenderá fácilmente la tribulación que tuve en ese momento: en aquellos tiempos yo pesaba cerca de 150 kilos y jamás en mi vida había hecho ningún tipo de ejercicio físico.
Ya en ese momento la obesidad en Veracruz era epidémica y las alarmas estaban puestas en la obesidad infantil, un flagelo que por cierto se acrecentó con los dos años de encierro por la epidemia del COVID-19 y que trae aparejados problemas de salud pública que todavía no alcanzamos a imaginar: los niños obesos, si se mantienen en esa condición, tendrán severas dificultades a lo largo de su adultez y, por supuesto, una esperanza de vida mucho más corta que el promedio de las personas. Las consecuencias de ser obeso desde niño integran un catálogo indeseable de infortunios: diabetes mellitus, hipertensión, alteraciones en los lípidos, daños articulares, hígado graso, dificultades respiratorias, algunos tipos de cáncer (ya en la madurez) y, por supuesto, afectaciones emocionales severas: daños a la auto estima, depresión y ansiedad, en muchos casos provocadas por el acoso y el rechazo social.
Era profundamente contradictorio que un gordote como yo encabezara la lucha contra la obesidad. Recuerdo nítidamente mi participación en la primera sesión del Consejo, celebrada en un salón del Hotel Xalapa. Como si fuera un grupo de terapia colectiva, expliqué a los presentes mis múltiples esfuerzos fallidos por lograr un peso saludable, la incomodidad de no caber en el asiento de autobús o del avión, la vergüenza de pedir a la azafata una extensión para el cinturón de seguridad, la dificultad para conseguir ropa de mi talla y aunque nunca las viví en carne propia, las dificultades de otros obesos para ser productivos y tener una vida plena, circunstancia que, de haber continuado con los mismos hábitos, también me habría ocurrido a mí. Acabé explicándoles que sólo un loco podría desear un cuerpo adiposo y con panza incontrolable y que si se hiciese una encuesta, seguramente todos los obesos deseamos los físicos de Adonis y Afrodita.
Provengo de familia longeva, fuerte y relativamente sana -por lado materno y paterno— y tal vez por eso mi obesidad mórbida no me había pasado factura, aunque sí a mi hermano Jorge, quien murió a los 47 años, a causa de una crisis hipertensiva. Tomé la decisión de actuar radicalmente y consulté a muchos expertos. En algún momento casi decidí practicarme una cirugía bariátrica con uno de los más reputados expertos del país, por cierto, distinguido cirujano orizabeño; pero ante la lista de posibles complicaciones, y disuadido firmemente por mi esposa, decidí una opción más conservadora, una nueva dieta.
Inicié entonces un régimen híper proteico y sin carbohidratos de ningún tipo, que en casi siete meses me permitió bajar alrededor de 53 kilos, alcanzando el peso y la talla de cuando me casé, 26 años antes. La dieta era costosísima pero eficaz: salvo los primeros días, uno se acostumbraba rápido a dejar de comer y realmente no se sufría: los alimentos (siempre vendidos por la empresa) eran relativamente sabrosos, variados y tolerables, aunque insisto, de costo prohibitivo. Al final completé seis de las siete etapas del régimen. La última de ellas era de estabilización y francamente la consideré innecesaria, sentía que había logrado un peso más que razonable en relación con la estructura de mi cuerpo y que había aprendido a comer con orden, sin privarme de algunas cosas que me gustan. Tendría que ser cuidadoso y responsable pues provengo de una cultura en la que el afecto y la pertenencia se prodigan y se demuestran con comida, casi que se vive para comer. No es fácil desarraigar esos hábitos ancestrales y quizá genéticos.
No faltó uno de esos mercenarios de la prensa que se atrevió a publicar a ocho columnas en La Jornada Veracruz que yo me había practicado una cirugía para bajar de peso, supuestamente utilizando recursos públicos, mostrando en su “reportaje” (para justificar su calumnia), una factura de la Beneficencia Española que le fue proporcionada indebidamente y violando numerosas leyes por los funcionarios de la Secretaría de Salud que me sucedieron. Dicha factura correspondía a un caso completamente ajeno (la atención urgente a dos pacientes víctimas de la delincuencia organizada en el Puerto de Veracruz, sin ningún vínculo conmigo, que requirieron intervención médica urgente por la complejidad de sus lesiones). Esa publicación mostró el dolo, la inmoralidad y la carencia de la más mínima decencia en esos, los auténticos malhechores. Jamás hubo, por supuesto, aclaración ni precisión por parte del medio ni de los difamadores, pero sí un incidente famoso cuando encaré al mas pequeñito de los responsables del infundio, en un acto público, el mismo día del libelo.
Pero debo decir que no fue sólo la dieta. Al mismo tiempo que inicié el régimen empecé también, con persistencia, a hacer ejercicio regularmente. Con el apoyo de amigos que me acompañaban y animaban, empecé a correr, a hacer bicicleta fija, entrenamiento funcional y otras disciplinas que aprendí a disfrutar y que se volvieron parte de mi vida. Gracias a eso, tengo hazañas qué contar a mis nietos, por ejemplo: a los cuatro meses de haber montado por primera vez una bicicleta de montaña, logré completar la “Popo Bike”, casi 40 kilómetros de cimas y veredas, todas cubiertas de la frágil, movediza y áspera arena volcánica del Popocatépetl, a varios miles de metros de altura y todo ello sin romperme la crisma. Logré mantener el peso adecuado sin problema, por casi tres años.
Debo decir que nadar me aburre muchísimo, pero gracias a la alberca logré superar los dolores de columna derivados de los golpes que me dieron 6 policías ministeriales uniformados en mi primera noche de prisión en Pacho Viejo, cuando me causaron tres hernias lumbares por compresión traumática, a patadas en la espalda.
Desde entonces, en estos casi 9 años, he interrumpido el ejercicio sólo en 3 ocasiones: las dos oportunidades en que debí guardar cuarentena a causa del COVID-19 y el tiempo en prisión. Cuando fui arbitraria, ilegal y brutalmente aprehendido en Puebla por la policía de Veracruz, estaba yo inscrito para correr un maratón de 42.2 km y sometido a un entrenamiento que representaba el consumo de alrededor de 4 mil calorías diarias, alimentación muy controlada y a veces más de 4 horas diarias de ejercicio extremadamente intenso.
Después de mi “inauguración” en la celda de castigo la noche de Navidad de 2017, mis carceleros me mantuvieron en mi solitario calabozo en aislamiento ilícito e injustificado durante 37 días y por ende, en absoluta inmovilidad. El resultado fue una grave descompensación metabólica que al final casi me llevó a la muerte, según los mismos forenses de la Fiscalía que me encarceló y 34 días de hospitalización; pero además, tristemente, en los primeros días me produjo el aumento vertiginoso de prácticamente 33 kilos de peso, de los que ya no he podido bajar más que doce.
Lógicamente, durante los 16 meses de prisión que siguieron hasta que se demostró la infamia, la violencia ruin y la crueldad del trato, la fabricación de las acusaciones y la falsificación de los cargos, ejercitarme no era ni fácil ni apetecible para mi. Mucho tiempo de muchos pesares y daños irreparables, sobre todo para mi familia, aún sin razones ni explicaciones, que por cierto a estas alturas ya son innecesarias.
Con mucho esfuerzo, dificultades y secuelas, las cosas han ido tomando su ritmo. El pasado sábado 26 de abril tuve el privilegio enorme de participar nuevamente en la Carrera del Golfo, un evento prestigiado, que se suspendió por dos años y apenas se reinició. Hice uno de mis mejores tiempos, nada despreciable ni para mi edad (este año cumplo 60) ni para mi sobrepeso. Corrí en compañía de otros 3,990 participantes. Mis amigos y compañeros se fueron a su ritmo y por su cuenta. Tristemente me tocó ver al joven cordobés que falleció, apenas en el kilómetro uno de la competencia y corrí a solicitar una ambulancia pero ésta ya venía en camino. Ojalá que él y el otro competidor que murió no hayan sufrido y quede el consuelo de que perdieron la vida haciendo lo que les gustaba. Dios los tenga en su Gloria.
Es poco probable que pueda correr un maratón. El tiempo pasa y no son lo mismo los tres mosqueteros que sesenta años después. Pero he regresado a las carreras y, a pesar de las dificultades, eso me tiene contento. Las cosas vuelven a su curso. De cualquier modo, si puedo, lo intentaré. Al final, sólo hay que multiplicar los diez kilómetros por cuatro… y disfrutar la paz y tranquilidad que da el hecho de haber vivido conforme a principios y sin dañar deliberadamente a nadie.
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