Si al amanecer del presente siglo en México se nos hubiera advertido que muy pronto la convivencia con el delito sería nuestro común denominador no le hubiéramos concedido crédito alguno, suponiendo que lo impediría la intervención gubernamental en cumplimiento de uno de los soportes fundamentales que dieron origen al Estado Moderno, brindar seguridad a los gobernados. No obstante, lamentablemente aquel aserto ya forma parte de nuestra realidad cotidiana, si bien con los matices de rigor en la geografía mexicana, aunque con un avance sostenido pues poco a poco va permeando en nuestro contexto social para formar parte del paisaje socio económico de México. Pareciera nostálgico, pero cuánto añoramos aquellos días, ya difíciles, por cierto, de cuando Felipe Calderón gobernaba el país, y para justificar la guerra iniciada contra el crimen sentenciaba: <de no hacerlo, dentro de poco tocarían a su casa para notificarle adonde debería pagar sus impuestos>, ¿no sucede algo parecido con la extorsión, por ejemplo? Calderón no terminó el problema, acaso lo contuvo en su crecimiento, y su sucesor Enrique Peña Nieto durante sus dos primeros años de gobierno evadió proseguir aquella estrategia, pero los acontecimientos lo empujaron a proseguirla. Ahora, el gobierno de López Obrador mantiene una ¿estrategia? soportada en la premisa de “abrazos, no balazos” atendiendo, según dice, a las causas generadoras de la violencia con programas asistencialistas orientados a “rescatar” de las garras de la delincuencia a los jóvenes, solo que a más de tres años de implementada esa estrategia las estadísticas señalan números rojos, a juzgar por los elevados índices delincuenciales registrados de 2018 a la fecha. A estas alturas a los contemporáneos ya no nos asombran las masacres que día a día acontecen en territorio mexicano, la frecuencia con la que ocurren quitan lo espectacular de su enorme significado como si ya formaran parte indisoluble del costumbrismo social mexicano. Es grave sin duda cuanto ocurre en México, y lo peor es que solo nos queda exclamar como decía el “Chapulín Colorado”: “¡Oh! Y ahora ¿quién podrá salvarnos?”