No me quedan claras las razones de la conversión de Andrés Manuel López Obrador con respecto a las fuerzas armadas, pero hay en este hecho más cosas de las que estamos viendo. Pasó de ser un candidato que exigía que los soldados regresaran a sus cuarteles, a un presidente que no solo no los sacó de la calle, sino los ha metido en muchas cosas más, como todos sabemos.
Se entendería que hubiera cambiado de parecer por motivos tácticos. Es decir que, en su afán de aprovechar su sexenio, se hubiese visto obligado a utilizar este enorme recurso de la administración pública, ante la pobreza de cuadros y las restricciones logísticas de cara a la ambiciosa agenda de cambios que deseaba realizar. El Presidente bien podría haber juzgado que, echar mano del Ejército en la construcción de obra pública o en la administración de zonas de corrupción crónica, como aduanas o aeropuertos, constituía un mal menor frente al escenario de hacerlo con ellos o no hacerlo en absoluto.
Pueden objetarse esas razones, pero hay una lógica en ello. Lo que resulta menos entendible es que la debilidad de López Obrador por el Ejército vaya más allá de una coyuntura o una decisión táctica, y esté intentando un arreglo permanente para asegurar poderes ampliados postsexenales.
Una cosa es confiar en el general por el cual el Presidente se inclinó para dirigir las fuerzas armadas durante los seis años de su mandato, y otra entregar de manera irreversible facultades que permiten a los militares operar en el futuro con mayor autonomía con respecto al poder civil.
La Secretaría de la Defensa o de Marina no son simplemente una cartera más del gabinete. Se trata de un poder en sí mismo. El presidente en turno no tiene que asegurar un consenso entre los ingenieros para designar a su secretario de comunicaciones o entre los doctores para decidir al titular de la Secretaría de Salud. Toma su decisión y punto. No es el caso de los militares. Una regla de oro no escrita es que el presidente electo hace sondeos entre los generales para saber a quién o a quiénes podrían aceptar como su jefe inmediato. En ocasiones admitiendo una lista de precandidatos, en otras enviando su terna para recibir la venia de la jerarquía castrense.
Los militares forman parte del poder Ejecutivo y, al mismo tiempo, constituyen un poder frente al Ejecutivo. Quizá la mejor evidencia es que se trata de la única secretaría que no cambia de titular una vez que se llega a un acuerdo. Alejandro Hope ha señalado que desde 1946 a la fecha, no ha habido un solo secretario de la Defensa Nacional que haya sido removido de su cargo antes de finalizar el sexenio para el que fue nombrado. Eso dice todo; en la práctica significa que los presidentes no se sienten con la fuerza necesaria para deponer a un general en jefe que les resulte inadecuado y seguramente en 80 años los ha habido.
¿Por qué entonces el Presidente incursiona en esta peligrosa senda al empoderarlos de tal manera? No quiero ni pensar las negociaciones que tendrá que hacer el siguiente Ejecutivo para retirarlos de las aduanas o de los puertos, si así lo desea, pero al menos ese punto será negociable. Lo que ya no sería negociable es el control de la Guardia Nacional, si la reforma constitucional del Presidente prospera, o reducir la autonomía presupuestaria que AMLO les otorgó al convertirlos en beneficiarios de la operación de algunas obras públicas.
Lo de la Guardia Nacional merece una reflexión puntual; empezando por la razón misma para crearla. Parecería una contradicción considerando que procede de un mandatario que habla de abrazos no balazos o de atacar las causas no a los delincuentes. Y sin embargo, la GN y los 170 mil elementos que habrá de tener, distribuidos en casi 300 cuarteles de nueva construcción, constituyen el esfuerzo más ambicioso que un gobierno haya realizado para generar una fuerza de seguridad pública. Algo que difícilmente empata con el presidente pacifista que se presenta en las mañaneras.
A diferencia de muchos de mis colegas, sostengo que la creación de una Guardia Nacional de esta magnitud es un acierto. Parto del hecho de que tras 30 años de fracasos en el intento de construir cuerpos policiales profesionales y honestos, y de la apreciación de que en este momento ninguna policía tiene la capacidad de fuego o la potencia para enfrentar a las milicias cada vez más potentes del crimen organizado. Sin una Guardia Nacional, me temo que estaríamos ante el hecho incontrovertible, por más que resulte difícil aceptarlo, de que el Ejército es el único y último recurso para enfrentar al CJNG o cárteles similares. Pero tal posibilidad constituye una caja de pandora: están documentados los enormes riesgos de abuso y de violaciones de derechos humanos cada vez que los soldados hacen tareas policiacas, aquí y en cualquier país. Nadie desea verse enfrentado, al menos en una parte del territorio, a tener que elegir entre el poder salvaje de los criminales y el poder de los militares.
Una Guardia Nacional, por el contrario, aspira a conseguir lo mejor de los dos mundos: disciplina y formación castrenses, pero responsabilidades civiles a las que no están sujetas los militares. Sostengo la hipótesis de que, al margen de su pacifismo confeso, en el fondo predomina en el presidente su sentido práctico. Buscó ganar tiempo con su exhorto a los abrazos en lugar de balazos, pero en el entretanto se puso a construir la fuerza de seguridad necesaria para enfrentar al crimen organizado, sea para utilizarlo al final de su sexenio o darle la posibilidad de hacerlo a su sucesor.
En ese sentido, coincido con el Presidente en la posibilidad de que la GN sea la respuesta a esa necesidad, a condición de fortalecerla, capacitarla y dotarla de una conciencia auténtica en favor de los derechos humanos.
Y, por lo mismo, difiero de su intención más reciente de convertir a esa alternativa civil en un departamento de las Fuerzas Armadas, porque pierde sentido la razón por la cual fue creada. En alguna mañanera aseguró que su reforma sobre la GN era para evitar que cayera en manos de un secretario de Seguridad Pública como Genaro García Luna. Pero a este funcionario lo designa el Ejecutivo.
¿Por qué entregar este recurso a los generales en lugar de dejarla en manos exclusivas del presidente en turno? ¿Por qué otorgarle a los soldados el instrumento para actuar sobre la población civil? ¿Qué lleva a AMLO a confiar más en la jerarquía militar que en los presidentes que le sucedan? Los presidentes, al menos, están sujetos al voto de los ciudadanos. Los generales no.