En México, históricamente se ha comprobado lo erróneo que resulta a un gobernante suponer que dejando en su sucesión a uno de sus incondicionales tendrá garantizada la oportunidad de seguir en el control del mando. Aunque empíricamente ya se ha demostrado una y otra vez que esa ecuación no es de pronostico positivo, pero la vocación del hombre por equivocarse sigue siendo lugar común, pese a la irrefutable serie de constancias en contrario. Durante el siglo XX conocimos casos que con rotunda elocuencia han demostrado que mientras un hombre disfruta del ejercicio del poder las moscas pululan a su alrededor en nutrido enjambre, pero una vez perdida esa condición el encanto aquel se pierde y la fría soledad permea en el entorno que antes rutilaba de bulliciosa presencia. Este es uno de los contextos en que debiera abrevar la señora Bertta Luján, presidenta del Consejo General de MoReNa, en cuya reciente asamblea planteó la sugerente propuesta basada en la conveniencia de que el actual presidente una vez concluido su periodo de gobierno no se retire, sino que siga siendo un factor de unidad en MoReNa: “… sería muy duro para el país, para la gente, para nosotros, el que se retirara de la política”. Para nada es criticable esa propuesta, porque, además, López Obrador es el alma, el guía indiscutible de su partido y su figura funciona como centro de unidad y de control al interior de sus filas, es el gozne de sus principales decisiones. Empero, la terca realidad recuerda lo difícil que sería mantener esa jetatura una vez fuera del poder presidencial, aun ubicándonos en la potencial hipótesis de que su partido ganara la elección presidencial en 2024. ¿funcionaría AMLO como un poder tras del trono? Nuestra historia como nación registra una rica experiencia de casos en los cuales un presidente en funciones se inclina por un sucesor ad hoc suponiendo rasgos de sumisión respecto a su proyecto transexenal, en ese tema podemos remontarnos a cuando Porfirio Díaz se esforzó para que su sucesor en la presidencia para el periodo de 1880-1984 fuera el general Manuel “el Manco” González, un hombre de recio carácter a quien a su vez le nacieron ganas de trascender a sus tiempos. Por lo que, una vez regresando en 1884 a la presidencia, Díaz hizo gobernador de Guanajuato y procuró mantenerlo allí sin volverlo a promocionar como al principio. Luis Echeverría, con su disciplinada sumisión a los dictados del presidente Díaz Ordaz logró convencerlo para que inclinara a su favor la sucesión presidencial, pero don Gustavo jamás imaginó que aquel obediente colaborador, una vez investido del poder presidencial, se convertiría en un inusitado torbellino de fútil oratoria y de acciones alocadas. El amigo de juventud, José López Portillo, nombró a Echeverría (quien se había mostrado ávido de un protagonismo transexenal), embajador extraordinario y plenipotenciario ante la UNESCO, y ante Australia y Nueva Zelanda para atajarle sus pretensiones de convertirse en el poder tras del trono. Salinas de Gortari no decidió a favor de Manuel Camacho Solís porque sabía que éste una vez en la presidencia iniciaría un proyecto propio, lo cual pudo ser una determinante motivación para decidir por Colosio, de perfil menos vistoso que Manuel Camacho; tras la muerte del candidato priista, Salinas no tuvo más remedio que señalar a Zedillo, quien nunca estuvo entre sus primeras opciones, y ya vimos cómo le fue. En resumen, una vez en el ejercicio del poder, un político es refractario a compartirlo, así sea con quien deba estar agradecido, aunque claro, tal condición no equivale a compartir el poder. Por otro lado, AMLO ya conoce la historia de los “líderes morales”, porque vivió de cerca el dominio y el ocaso que como tal experimentó Cuauhtémoc Cárdenas Sin embargo, nadie experimenta en cabeza ajena y en esta materia se confirma el reconocido adagio: “el hombre es el único animal que tropieza dos veces (o más) con la misma piedra”.