Rolando Cordera Campos
La conversión presidencial al verbo de Francisco de Asís nos lleva a topar con la gran cuestión no resuelta de este tiempo mexicano. Se trata, sin mayores misterios, del papel que los mexicanos y sus dirigentes queremos darle al Estado: en la economía y la vida social; en la seguridad de los habitantes y su salud, desde luego en la educación tan desposeída en estos años de su laicismo primordial y su compromiso con la formación de una ciudadanía capaz de hacerse cargo de su vida en común y, desde luego, de su gobierno.
Nada de esto se contrapone al credo que predomina entre nosotros por lo menos a partir del inicio del siglo. El liberalismo que al parecer nos une a todos, nacionalistas y federalistas; libertarios económicos e intervencionistas estatistas: todos somos, o debemos ser, a decir (a veces) del presidente, liberales profundos, convictos y confesos. Y si no, traidores.
Esta intrigante manera de querer tejer una nueva red de cohesión social, no deja espacio para un debate conceptual e histórico sobre una de nuestras grandes cuestiones no resueltas. Nada de lo que parezca dirigido a obstruir el ejercicio del poder constituido legítimamente debe condenarse y expulsarse del panteón donde reposan los discursos, programas y visiones que dieron pie a hablar de un proyecto nacional, que hoy apenas se recuerda y menos se visita. El propio menosprecio de la transformación cardenista, señalado recientemente por el historiador Pérez Montfort en entrevista con La Jornada, nos habla de “errores y omisiones” inexcusables cuando de usar la historia para construir el futuro se trata.
Parecemos una comunidad sin rumbo ni ruta y, lo peor, sin compás para por lo menos intentar trazar un derrotero con la ayuda de algo que nos parezca brújula. Ahora no solo carecemos de cartas de navegación, sino que una extraña y ominosa inclinación por cancelar lo que disgusta se ha impuesto en los circuitos y anillos donde el poder circula, se dice que se nutre de ideas y repasa y revisa sus quehaceres.
En días recientes se ha hecho mucho ruido en relación con nefastos desempeños observados en algunas regiones por reales o supuestos militantes morenistas, en plena jornada electoral de consejeros nacionales de su partido. En verdad, nada de que extrañarnos o nos sorprenda, salvo la pretensión presidencial y de sus personeros de restar significación a las bochornosas imágenes violentas o a los relatos de la reiteración desvergonzada de prácticas que muchos decían habían sido expulsadas de la arena democratizada de la política. Imposible hablar de otros intercambios, de prácticas otras; el trueque de despropósitos entre los morenianos y sus adversarios se mantiene como si se tratara de un juego electrónico de moda.
El saldo político de nuestra política, no solo la ejercida por Morena, es reprobatorio y vergonzoso. Y si junto a esas costumbres consideramos la mediocridad del desempeño económico, que el Presidente también quiere edulcorar, no queda margen para encontrar un término alterno al de decadencia o desplome sistémico.
Por lo visto, el aliciente democratizador de inicios de siglo se ha desgastado sin remedio ni descanso. La política no funciona; las imparables fintas de operadores y dignatarios solo sirven para ofuscar a algunos y confundir a muchos más, obligándolos a optar por fórmulas y visiones cuya eficacia articuladora simplemente se ha desplomado en estos duros años de transformación, pandemia, colisión de intereses. Diálogos de sordos, pues.
En esas estamos y una conversación entre San Francisco y don Andrés difícilmente nos sacará de apuros. Me temo que primero habrá que lidiar con mil y un enredos: jurídicos y celestiales; políticos y tan mundanos como la economía política.