Creo que el presidente se está metiendo en un callejón cada vez más oscuro y más angosto: animado por sentimientos negativos —la desconfianza, la impotencia y el resentimiento— está cancelando sus opciones para cerrar este sexenio en paz y dejar su impronta como el adalid de los pobres y los desfavorecidos como herencia. Es una pena, porque sus decisiones rencorosas e iracundas han ido bloqueando todas las salidas de la tempestad que él mismo está sembrando y que acabará marcando, inexorablemente, su memoria histórica.
Es inútil insistir en el argumento mil veces reiterado según el cual todos los problemas del país fueron generados por los gobiernos anteriores, no sólo porque es una obviedad sino porque la vida pública se va forjando en tiempo real; no elegimos gobernantes para hacer diagnósticos ni contar historias sino para lidiar con las carencias y los desafíos actuales. Quien camina de espaldas se tropieza, pues ni en lo público ni en lo privado, los abusos y los excesos del pasado justifican los errores del presente.
En el 2018, nadie hubiese imaginado que el sexenio terminaría marcado por la mayor defensa que se haya hecho jamás a favor de las opciones militares como salida a (casi todos) los problemas del país; era impensable que Morena se levantara al unísono para despreciar la civilidad de México y entregarle los mandos principales del Estado a las fuerzas armadas. ¿En qué momento sucedió esta conversión del partido de los pobres y de los vulnerables, al partido de los militares? Propongo esta respuesta: cuando el presidente dio la orden y sus seguidores decidieron obedecerla, a riesgo de desintegrarse como organización política.
Obstinado, al presidente no le basta haber ganado con creces la batalla de la militarización en los frentes principales de su administración y de haber consumado la creación de una Guardia Nacional sino que ahora quiere extenderla al sexenio posterior: dejarla “atada y bien atada”. Y para lograrlo, ha decidido recurrir a su expediente favorito de legitimación: una consulta popular organizada por los suyos y en la que responderán los suyos, movilizados por los recursos que se manejan desde el Palacio Nacional con los ejércitos burocráticos, partidistas y militares que se han gestado durante cuatro años. Si viviera Ibargüengoitia escribiría: “¡Qué emocionante! ¿Quién ganará?”.
Ese nuevo arrebato de iracundia no resolverá el problema de fondo ni modificará los hechos ni servirá de nada. ¿Para qué entonces convocar a una consulta pública, con todo lo que eso implica, sino para refrendar la voluntad presidencial y obsequiar a los mandos militares otra prueba de lealtad y gratitud? ¡Que el pueblo entero los respalde! Ya tienen en sus manos la seguridad pública de México, ya administran buena parte de los asuntos públicos, ya tienen el control de las puertas del país y el acceso a la justicia, ya resguardan el patrimonio nacional, ya gobiernan. ¿Qué más quieren? Respondo: quieren legitimidad. No solo dominar y hacerse obedecer, sino hacerlo con el amor del pueblo y, de ser posible, por muchos años más.
No lo tendrán, porque mientras más odio y más polarización se vaya inoculando desde el poder, más conflictos se irán sembrando y más violencia habrá. Esta consulta no pacificará sino que exacerbará aún más a México; tampoco ayudará en nada a mejorar la economía ni la distribución del ingreso cada vez más insuficiente; no abonará a apaciguar una sucesión presidencial que se adivina ya como la más difícil y enconada en décadas. No servirá para nada más que seguir encerrando al presidente en la intolerancia y en la prepotencia derivadas de su devoción por la disciplina militar. Lo lamento con sinceridad: diferíamos en las formas, pero esto ya es el colmo.