La regla de la mayoría es, en efecto, una regla de oro de la democracia. Pero como toda regla tiene excepciones: las más obvias son que esa mayoría no debería atentar en contra de la democracia misma, ni pasar por encima de los derechos de las minorías, ni dispararse a los pies cancelando sus fuentes de ingreso. Por eso la Constitución tiene algunos candados que la protegen de las dictaduras aritméticas, pues de otra forma bastaría un solo golpe para dar al traste con todo lo demás. Decir que la mayoría manda y punto, supone creer que nunca cambiará de opinión. ¿Para qué entonces hacer elecciones periódicas, si la mayoría ya decidió para siempre?
Es lo que quiere el presidente: que la mayoría controle las elecciones de una vez y que obtenga el dominio absoluto sobre las instituciones que se someterán al voto: mayoría para integrar a los órganos electorales y mayoría para dominar a los poderes públicos. ¿Qué mayoría? La actual. Si mañana cambia ya no importaría, porque la actual ya habría ganado el control electoral y el gobierno de los poderes públicos. No estoy inventando nada. Es exactamente lo que ha dicho el presidente: que el INE y el Tribunal Electoral sean dirigidos por personas electas mediante votación mayoritaria y que en las elecciones del Poder Legislativo las decisiones las tenga siempre el partido más votado mediante un sistema de listas.
Es tan evidente el propósito de controlar las elecciones echando mano de la mayoría actual, que el gobierno y su partido usaron todos los medios a su alcance para celebrar la encuesta levantada por el INE, según la cual había más partidarios de la reforma propuesta por el presidente que por dejar las cosas como están. Su argumento no está en las bondades de esa iniciativa, ni en las dificultades que entrañaría la elección de consejeras y consejeros o de magistrados electorales, ni tampoco en la propuesta de conformación de las cámaras y sus consecuencias para la vida pública del país, o en la gestión de las elecciones sin tener órganos locales ni servicio profesional electoral, entre un largo etcétera. Su argumento es uno y simple: la mayoría quiere la reforma (eso dicen), la mayoría respalda al presidente (eso parece) y la mayoría debe imponerse (eso quieren).
La prueba inequívoca de que la democracia está en riesgo es que el único argumento que está esgrimiendo el poder es el de la mayoría absoluta. No está dispuesto a discutir de nada. Tampoco quiere perfeccionar los procesos electorales a partir de los diagnósticos que han venido elaborando desde hace años. No busca consolidar la pluralidad, ni ensanchar las opciones partidarias, ni abrir nuevas puertas para la participación política, ni fortalecer la vida interna de los municipios, ni garantizar una mejor vigilancia de los recursos entregados a los partidos, entre otro largo etcétera. La discusión, la única que repite y quiere el presidente, está puesta en la regla de la mayoría para designar lo más pronto posible a quienes organizarán las siguientes elecciones que, a su vez, controlarán los poderes públicos durante el sexenio posterior.
Eso pasó en Italia hace 100 años en la llamada “marcha sobre Roma”; y pasó después en Alemania, con las elecciones de 1933: la mayoría de esos países estaba entonces con Mussolini y con Hitler, respectivamente, porque estaba muy desencantada con los gobiernos. Los caudillos que encabezaron esos movimientos de protesta, tuvieron entonces el respaldo mayoritario para imponerse sobre todas las demás opciones democráticas y establecer regímenes que ya no concluirían con nuevas elecciones sino que debieron terminar con la guerra y la violencia. No está demás insistir: la democracia también sirve para evitar que la mayoría se equivoque una vez y ya no pueda rectificar después.