Quienes llegamos a esta dimensión durante la década de los años 40 del siglo pasado hemos tenido oportunidad de abrevar del caudal de experiencias por las que ha atravesado la humanidad, justamente a partir de inclemente fragor de la Segunda Guerra Mundial, aunque aún para ese entonces no tomábamos conciencia de cuanto ocurría forma parte inherente de las experiencias generacionales. Ya casi dejando la pubertad comenzamos a observar el acontecer nacional y supimos de la presidencia encabezada por Adolfo López Mateos, quien gobernó este país entre 1958 y 1964, coloquialmente “la plebe” le puso el mote de “López Paseos”, por sus viajes al extranjero en su calidad de Primer Mandatario: viajó a Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia, Indonesia, entre otros países, un itinerario casi inédito en sus predecesores en el cargo. Aún perviven en nuestra memoria las majestuosas recepciones al presidente López Mateos a su regreso del extranjero: nutridas vallas humanas se apostaban en ambas aceras de las avenidas desde el aeropuerto hasta el Zócalo para vitorear con lluvia de confeti al recién llegado, quien en un auto sin capote saludaba con su gesto característico de extender los brazos y manos agradeciendo las ovaciones a su paso. Grupos de mariachis acomodados en diversos puntos del recorrido amenizaban el escenario. Pero lo apoteosis alcanzaba su clímax en el Zócalo, totalmente lleno de burócratas y acarreados por los líderes de los grandes gremios obreros y campesinos agrupados en las conocidas siglas de los Sectores priistas: CTM, CNOP y CNC, mientras el conductor oficial de esos actos masivos los arengaba a semejanza que lo hacía el Goebbels germánico, de tal manera que cuando ya se empezaba a acercar el presidente y su comitiva al Zócalo, el alarido aumentaba sus decibeles, aún se enchina la piel del recuerdo de aquellas ensordecedoras y apoteósicas bienvenidas de elevado matiz épico al presidente, exclamadas por una multitud de cientos de miles de mexicanos. Ya una vez en el balcón central del Palacio de Gobierno, el presidente López Mateos, con su voz de tenor bien estudiada para la oratoria, arengaba al pueblo de México allí congregado: “¡mexicanos! ¡al reintegrarme físicamente al suelo de la patria, de la que en ningún momento mi alma se ha separado…”. Solo habiéndolo presenciado, ya despojado de la individualidad por estar bajo el influjo de ese enorme ser colectivo, convertido en hombre masa, sería posible entender la emoción que despierta el escuchar a quien en aquellos entonces encarnaba a la república mexicana, porque aún borboteaban los vestigios del Gran Tlatoani en el alma nacional. Esa reminiscencia histórica difícilmente podría ser reeditada en las actuales circunstancias, porque otro México nos contempla: ya no somos el México rural de aquel entonces, hay mayor número de población más y mejor educada, aumentó la madurez ciudadana, el mestizaje ya no es estigma y estamos globalizados. Fue la época del Zócalo pleno de adoradores del Gran Tlatoani, pero esa etapa, al igual que las Golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, no volverá. ¿O sí? Quizás lo podamos poner en la balanza el próximo 27 de noviembre, ahora que el presidente López Obrador convoca para ese día una gran manifestación de apoyo a su gobierno, y seguramente llenará la gran plancha del Zócalo capitalino, entonces podremos comprobar si efectivamente hemos cambiado en auténtica evolución política y social, o solamente hemos crecido a semejanza del personaje del gran Chabelo.