En las últimas 48 horas el bloque izquierdista de América Latina —el mismo que pretende liderar el presidente Andrés Manuel López Obrador— sufrió dos fuertes reveses primero con la sentencia de 6 años de prisión e inhabilitación de por vida para ocupar cargos públicos a la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner; y luego con la destitución y detención ayer del presidente del Perú, Pedro Castillo, quien fue depuesto por el Congreso de su país, luego de que intentara un fallido golpe de Estado con la disolución del Poder Legislativo y la declaración de un “Estado de Excepción” en todo el Perú, con restricción de libertades y toque de queda para la población.
¿Es casualidad que dos figuras de la izquierda latinoamericana hayan caído de manera tan rápida y abrupta, defenestradas por procesos judiciales y políticos que no eran nuevos y que en ambos casos traían detrás meses de investigaciones penales, confrontaciones y polarización política que antecedió y al mismo tiempo propició su caída? Nos queda claro que en la política “no hay casualidades” y que la sincronización de tiempos y procesos, aparentemente distantes y ajenos, como el de Pedro Castillo, en el Perú, y Cristina Fernández, en la Argentina, parecen tener un hilo conductor, que bien pudieran ser los gobiernos de izquierda que detentan el poder en ambos países, sumados a dos personalidades populistas, demagógicas y controvertidas de la senadora Cristina y el ahora expresidente del Perú.
No parece casualidad que a Pedro Castillo lo hayan destituido los congresistas de su país por “incapacidad moral”, justo una semana antes de que recibiera en su país la visita del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y de los demás integrantes de la Alianza del Pacífico, Chile y Colombia, que intentarían reponer en la ciudad de Lima, el próximo 14 de diciembre, la Cumbre de ese mecanismo que no se pudo llevar a cabo en la Ciudad de México, el pasado 23 de noviembre, porque precisamente a Castillo le negaron el permiso de salida de su país, justo la misma mayoría parlamentaria de la oposición en el Congreso peruano.
Si se analiza bien, es la segunda vez que a López Obrador le tiran la Cumbre de la Alianza del Pacífico, convocada y organizada por él, por presuntos “problemas domésticos” de los países participantes. La primera vez ocurrió el 23 de noviembre, justo cuando el mandatario mexicano se preparaba para recibir en México al depuesto presidente peruano, Pedro Castillo, al izquierdista Gustavo Petro, de Colombia; al presidente de Chile, también de izquierda, Gabriel Boric, y pretendía además traer al mismo encuentro al presidente de Argentina, Alberto Fernández, y al mandatario electo del Brasil, Luiz Inacio Lula Da Silva, aunque ninguno de estos dos últimos fueran socios de la Alianza del Pacífico.
Si aquella vez le frustraron la que sería, más que una cumbre económica de países que comparten el Océano Pacífico, una cumbre de presidentes de izquierda de Latinoamérica, esta vez, de plano, obligaron a López Obrador a cancelar una visita de Estado que ya estaba programada en su agenda para salir del país, con rumbo a la ciudad de Lima, del 12 al 14 de diciembre próximos. Y si alguien duda que esos hechos aparentemente ajenos y lejanos le causaron molestia al presidente mexicano, no tienen más que ver el mensaje personal con el que reaccionó ayer en su cuenta de Twitter:
“Consideramos lamentable que por intereses de las élites económicas, desde el comienzo de la presidencia legítima de Pedro Castillo, se haya mantenido un ambiente de confrontación y hostilidad en su contra hasta llevarlo a tomar decisiones que le han servido a sus adversarios para consumar su destitución, con el sui generis precepto de ‘incapacidad moral’. Ojalá se respeten los derechos humanos y haya estabilidad democrática en beneficio del pueblo”, dijo ayer López Obrador en una dura crítica a la decisión del Congreso del Perú que destituyó al Ejecutivo de su país.
Si a eso se suma la reacción que tuvo ante la sentencia de un juez argentino de dictarle seis años de prisión e inhabilitación de por vida para cargos públicos a la vicepresidenta de ese país, Cristina Fernández de Kirchner (“No tengo duda de que es víctima de una venganza política y de una vileza antidemocrática del conservadurismo”) está claro que López Obrador acusó recibo de ambos golpes en contra de los que considera sus “amigos y aliados de la izquierda latinoamericana”.
López Obrador sabe bien, que ni el caso de Argentina ni el de Perú son aislados y que tienen conexión pero, lo que es más, sabe que detrás de los embates contra figuras de la izquierda latinoamericana hay algo más que las dinámicas políticas internas de cada país y que no se puede descartar una operación subrepticia desde Washington en lo ocurrido en Argentina y Perú. Por algo ayer, en su conferencia mañanera uno de los “reporteros” que asisten regularmente a su show matutino y de los que siempre le hacen preguntas dirigidas o a modo, le soltó a quemarropa si a partir de la sentencia contra Cristina Fernández él no temía que lo pudieran enjuiciar o meter a la cárcel. Su respuesta resulta reveladora:
“Lo que me pueda pasar a mí ya me lo hicieron. No tengo nada de qué avergonzarme y estoy acostumbrado a enfrentar a mis adversarios. Si quieren meterme a la cárcel, cuando termine, ya saben dónde voy a estar. Y se padece y se sufre cuando se va a la cárcel por un problema de conciencia, cuando uno hizo un mal, yo creo que esa es la peor cárcel”, dijo el tabasqueño. ¿Acaso siente o sabe el presidente de México que a él le podría ocurrir lo mismo que a Castillo —quien por cierto ayer fue detenido y acusado por la Fiscalía Nacional del Perú— o a Cristina Fernández de Kirchner?
Para nadie es secreto, porque ha sido su posición pública y abierta, que López Obrador ha sido un presidente que no sólo ha cuestionado y descalificado la hegemonía política de Estados Unidos en el continente americano, lo mismo en la OEA que en la Cumbre de las Américas a la que no asistió, que en la reciente elección del BID donde fue humillado por Washington con la ayuda incluso de sus amigos latinoamericanos que lo traicionaron a la hora de votar al nuevo presidente; si a eso se le suman sus políticas energéticas que desataron el enojo y la queja del gobierno de Joe Biden en el TMEC y que hoy tienen a México al borde de unos paneles adversos, está más que claro que el presidente mexicano ha perdido la confianza de su principal vecino y socio comercial donde ya lo ven con recelo e incertidumbre, sobre todo cuando juega a ser el nuevo líder del bloque de países “de izquierda» en América Latina y apoya lo mismo a Nicolás Maduro, que a Daniel Ortega, a Díaz Canel, a la acusada Cristina Fernández o al defenestrado Pedro Castillo.
Visto en este contexto, con lo que está pasando en Perú y Argentina, y las reacciones virulentas y preocupadas del presidente de México, la marcha faraónica del 27 de noviembre en el Paseo de la Reforma, donde López Obrador quiso enseñar su fuerza y pelar los dientes, no fue sólo una revancha para la sociedad mexicana que lo increpó y rechazó en las calles su reforma electoral el pasado 13N. Tal vez, la demostración de fuerza y de apoyo “popular” —con todo y el acarreo del sistema y con recursos públicos— fue más bien para que lo vieran en Washington, donde claramente no están nada contentos con la forma en que se maneja su vecino y socio estratégico.
¿Será que detrás de los hechos vertiginosos y drásticos ocurridos en Buenos Aires y en Lima habrá de fondo insinuaciones desde el norte que susurran: “Te lo digo Pedro y Cristina, para que entiendas Andrés”?… Serpiente Doble dictan los dados. En picada.
Twitter: @SGarciaSoto