Cuando hablamos de humanismo siempre pienso en un sistema de creencias que colocan al hombre en el centro y como centro en una serie de principios racionales donde la inteligencia y sensibilidad humana son parte indiscutible del individuo libre y plenamente responsable de sus actos. No es necesario aceptar la existencia de un Dios ni de la predica de religión alguna para explicar la realidad.
Si al humanismo le agregamos el adjetivo mexicano, le otorgamos un origen o delimitación geográfica, que, por cualidades de la racionalidad latina y sensibilidad indígena, pudiera diferenciarse de alguna forma de otros humanismos. Aunque el humanismo es el que establece un arquetipo ideal y absoluto como término de las aspiraciones humanas. Después de todo, no hay forma que el humanismo mexicano sea fundamentalmente distinto del humanismo de otro país, posiblemente solo se trate de interpretaciones particulares que los diferencien.
Pero si la idea que sostiene el humanismo mexicano más que a un origen o delimitación geográfica se trata de una postura política, es probable que lejos de colocar al hombre en el centro y como centro, de lo que estamos hablando es de un humanismo donde consideraciones ajenas al hombre estén colocadas como centro y eje. Es decir, pasamos de un humanismo como ideal a un humanismo como ideología.
Es en las ideologías donde los conceptos se elevan a la imposibilidad absoluta. La simple libertad alcanzable se eleva a una Libertad con mayúscula, que es tan idealizada y elevada que solo existe en el mundo de las ideologías. Lo mismo sucede con la idea de democracia, que de simple y casi prosaica, se torna en Democracia con mayúscula, una donde solo hay un gran elector que define todo a nombre de todos. El color de piel se convierte en raza, la ley en cartillas morales, la religión en partido político y el opositor en traidor.
No estoy convencido de adjetivar las libertades, no me gusta que dejemos nuestra democracia imperfecta por una Democracia mexicana con mayúscula impuesta desde el poder. No estoy convencido de combatir las diferencias de los mexicanos con obediencia y aceptación total y absoluta. No me gusta lo que veo del humanismo mexicano, siempre en esos eufemismos se esconden las verdaderas pretensiones del poderoso. Estoy seguro, que no es humanismo ni es mexicano.
Muchos han defendido a regímenes autoritarios donde no existe nada parecido a lo que nosotros entendemos por democracia o libertad. Estos regímenes los describen como ideales de humanismo y socialismo, donde el individuo no existe, solo el estado que todo lo decide y todo lo posee.
Hablan de una democracia donde nadie tiene la libertad de elegir ni ser elegido y la llaman eufemísticamente Democracia Popular. Las libertades de los ciudadanos se reducen a ser administradas por un estado todo poderoso y llaman a eso el socialismo cubano y a Fidel Castro, le dicen sin pudor, el gran humanista de América Latina.
Yo prefiero ideas simples que funcionan, la libertad de ser, estar y decir, así sin más ni menos. Me gusta la libertad de tener y hacer comercio. Me gusta mucho tener la libertad de disentir y expresar lo que pienso, de votar y ser votado y que el voto cuente. Son ideas sencillas y funcionales y verdaderamente ideas muy humanas, es el verdadero humanismo. Me preocupa cuando llegan políticos a convencernos que lo sencillo es muy prosaico y vulgar, debemos idealizar y desear lo imposible, la Democracia y la Libertad con mayúsculas, esas que son tan bellas e inalcanzables, que en lo que las encontramos, viviremos en el infierno del autócrata que todo lo define y administra mientras tanto.
El mayor logro de un autócrata no es administrar la hacienda de un país, es administrar y limitar las libertades de los ciudadanos. Eso lo hace permanecer por décadas.
Si no me creen, pregúnteles a los cubanos.
También les salieron con el mismo cuento.
Con esta columna me despido este año y los dejo descansar unos días.
Feliz navidad y próspero año nuevo.
Jorge Flores Martínez
Twitter: @jorgeflores1mx