Al concluir la Trigésima Sexta edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (la FIL 2022) quedó claro que la creación literaria, el arte y el pensamiento universitario son libérrimos e ingobernables; y también volvió a confirmarse —una paradoja no apta para intolerantes— que, por eso, producen armonía, confianza y respaldo social. Desde el 26 de noviembre y hasta ayer, hubo una cascada de autores, creadores, editores, libreros, lectores, periodistas y estudiantes que se dieron cita en las distintas sedes de ese encuentro vital de la inteligencia, la resistencia y la libertad.
Al escribir esta nota todavía no tengo las cifras finales, pero los datos preliminares me permiten saber que la FIL de este año convocó a casi 1 millón de personas que llegaron por sus propios medios a las presentaciones de libros, a los seminarios, a disfrutar la creación artística, a comprar libros y a escuchar, deliberar, aprender y debatir libremente. De hecho, no existe otro espacio en México o en el mundo de habla hispana que pueda compararse con la FIL de Guadalajara. Nadie fue a adoctrinarse, ni como carne de cañón, ni con la única (y muy triste) misión de aplaudir, porque la cultura confronta, pero no ofende: dignifica y libera.
Me alegra doblemente el éxito de la FIL del 2022, porque este año fue presa de ataques políticos furibundos e inéditos: de un lado, el presidente de la República se ha cebado en ella obsesivamente porque ha sido incapaz de separar la muy íntima antipatía que le produce Raúl Padilla —presidente y motor de la FIL—, de la tradición y la potencia de ese encuentro universal de la lengua española, que este año obtuvo el Premio Princesa de Asturias, mientras que, por ella, la UNESCO designó a Guadalajara como la capital mundial del libro. Nada de eso interesa al gobierno del poder, por el poder y para el poder. Lo suyo, lo suyo, no son los libros, ni el debate honesto y horizontal, ni la inteligencia, ni el pensamiento crítico, sino la destrucción de sus adversarios.
Y este año, además, se sumó el inefable intento de boicot que encabezó el gobernador Enrique Alfaro, con un argumento de odio más destilado, pues según él hay que salvar a la feria de la misma institución que la hace posible: arrebatársela a la segunda universidad más importante de México, porque el Rector de esa casa lo ha desafiado. Con ese alegato, el gobierno de Jalisco convocó a una marcha —que quizás se recordará como uno de los momentos más penosos entre los excesos del poder político en México— para tratar de impedir la inauguración de la FIL.
Ninguno de esos intentos de boicotear la mayor fiesta del libro y del pensamiento de México prosperó. Hizo ruido y seguramente lo seguirá haciendo, pues el poder enfurecido es un monstruo grande que pega fuerte. Pero lejos de impedir que el programa previsto se interrumpiera, lo potenció: mucha gente fue y se conectó a las actividades de la FIL para expresar su solidaridad y su rechazo a los excesos autoritarios. Además de los encuentros habituales, la feria se convirtió este año en un espacio simbólico de resistencia.
Daniel Goldin me regaló una cita de Irene Vallejo —esa gran escritora que alumbró los pasillos de esta edición de la FIL, tomada de El futuro recordado—. Dice la Vallejo: “¿Puede morir una democracia? Ya sucedió en la antigua Atenas y tardó milenios en revivir. (…) En el caso de la democracia (actual) ese peligro tiene el nombre de demagogia, una antigua palabra griega que significa ‘arrastrar al pueblo’. (…) La receta es antigua, como sabía Aristóteles: tratar a los contrincantes políticos no como personas con convicciones diferentes, sino como gente peligrosa. El demagogo, recordémoslo, es quien promete protegernos de los enemigos que nos fabrica”.