Cuando se acumulan varias décadas de existencia, según quien la escriba, podrá decir “bien vividos”, “bien comidos”, “bien contados”, uno que otro metrosexual podría agregar “bien vestidos”, y, ¿por qué no? nunca faltará el “bien bebidos”. Pero, detrás de esas vivencias, algunas acompañadas de procaz lujuria, se guardan otras de no menor autenticidad: se trata del mundo exterior, el contexto regalado por la naturaleza y el derivado de la convivencia social, entre ellas, por supuesto, las relaciones personales y el lugar físico de la convivencia. La experiencia humana enseña que cada individuo lleva en su seno psicológico el impacto de sus primeras vivencias, el cual varía según el medio ambiente y social de su desarrollo. Como el de quien esto suscribe, pues fue de intenso contacto con una naturaleza casi selvática, he aquí algunas experiencias: hace ochenta años, San Juan Sugar (municipio de Hueyapan de Ocampo) ubicado geográficamente en los llanos de Sotavento, era un pequeño campamento habitado por aproximadamente mil quinientas personas, unas 500 familias, aproximadamente convivían bajo el influjo directo del pequeño ingenio azucarero que daba vida e impulso a esa comunidad humana; se trataba de personas llegadas por un ramal de tren ubicado a 15 kilómetros del lugar, provenían de la Cuenca del Papaloapan, del Istmo de Tehuantepec, parte Oaxaca y de Los Tuxtlas, principalmente. También algunos cubanos contratados directamente por la empresa, originalmente propiedad de inversionistas holandeses que muy de vez en cuando visitaban el lugar, adquirido posteriormente por don Aarón Sáenz. En el entorno natural destacaba, llano al fin, una vegetación de acahual predominantemente, pero abundaban maderas preciosas como el cedro, el ébano, la primavera, mucho dagame una madera muy resistente, la espesura vegetal fue cediendo víctima de la tala para extender el campo de aprovisionamiento del ingenio. Abundaban árboles frutales: mango, aguacate, ciruelos, guayaba, cítricos, nanche, guayas, Jobo, Castañas, plátano, y una extensa variedad de frutos silvestres que se arrancaban libremente de sus ramas solo para darles una mordida y tirarlas. Había dos lagunas donde merodeaban lagartos y tortugas (“donde hay lagarto, hay tortugas”, dice insinuante refrán), “juiles”, mojarra, pepesca, camarón, y una gran variedad de serpientes, la de cascabel, la “Sorda”, el coralillo y la “Mano de Metate”. Surca el lugar, ahora conocido como Juan Díaz Covarrubias, un angosto arroyo alimentado por cientos de hilos de agua provenientes de la Sierra, extensión de la de Soteapan. Ese pequeño arroyo, en tiempos de agua, en no pocas ocasiones se convierte en una impresionante e indómita corriente de agua que arrasa con cuanto encuentra a su paso e inunda los pueblos de la comarca, lamentablemente no pocas personas han sucumbido en su incontenible corriente y remolinos. En tiempos de “seca”, en las suaves corrientes de ese arroyo los niños de antaño aprendimos a nadar, aguas casi vírgenes nos acariciaban cuando niños en las pozas de lúdicos e inolvidables juegos. En aquel entonces San Juan Sugar era un poblado totalmente aislado, aún no había carreteras, salvo una brecha que nos conectaba con Catemaco y San Andrés Tuxtla, hacia Acayucan solo en tren, al cual se accedía tras caminata de 15 kilómetros para tomar el ramal y llegar a la estación de Ojapa, en Oluta, o a Isla, según el destino. Ya para entonces, década de los años 50, se había construido el edificio de la Escuela Primaria Artículo 123, “Moisés Sáenz” para hijos de los trabajadores, primero hasta el tercer año, al sexto grado después. Años más tarde llegó la carretera (y con ella nos ganó la ausencia) y el puente sobre el arroyo en 1955; la Comisión Federal de Electricidad introdujo la electricidad en 1962 y con la energía eléctrica se acompañó la estufa de gas para abandonar el fogón y la estufa de petróleo; también el lujo del refrigerador y la televisión para quien pudiera comprarlos en pagos semanales, pero esa es otra historia del tiempo de “los regresos a menudo”. Tal fue nuestro Viejo San Juan, que en vívidas remembranzas de sutil lontananza, vibra aún en el dulce y tenue remanso de los recuerdos más añosos; elocuente muestra de que el pasado perdura mientras el presente siga vibrando al ritmo de los sentidos.