A principios de la semana que concluye el presidente López Obrador aseguró en su mañanera que dejaba pendiente algunas reformas al marco constitucional para que quien lo suceda en la presidencia prosiga su obra transformadora; es decir, supone o está convencido de una firme continuidad de su proyecto al cual el próximo presidente (a) deberá dar fiel seguimiento. ¿Tan seguro está del triunfo de MoReNa y de un poder trascendental? Es decir, si la elección de 2024 favorece a su partido, quien sea el o la titular del Poder Ejecutivo ¿obedecerá a pie juntillas sus dictados desde Palenque? No se duda que quién decidirá la candidatura presidencial de MoReNa es AMLO, tampoco que escogerá entre sus seguidores de más confianza a los candidatos al senado, a la Cámara de diputados y a las nueve gubernaturas en juego, para tras un hipotético triunfo electoral desde el Congreso Federal ejercer la vigilancia e implementación de su proyecto de nación, de otra manera escaparía a su control. No obstante, existen los imponderables, uno de inherente presencia es la condición anímica de su potencial sucesor (a), porque la historia nos demuestra la metamorfosis que cual divino soplo provoca el poder político sobre quien lo ejerce, y que existe una gran diferencia entre quien aspira a la candidatura presidencial, el candidato a la presidencia y el ya presidente, tres condiciones sucesivas en una misma personas, tres reacciones diferentes ante los estímulos externos. Porque al asumir el mando supremo del país el individuo adquiere un compromiso de primer orden y de dimensiones históricas, pues ya no tiene más mandato que el de la Constitución, ni más responsabilidad que la conferida por el pueblo de México. “No podemos conocer la cosa en sí”, dice uno de los postulados filosóficos de Emmanuel Kant, de allí que no nos es posible conocer el íntimo pensamiento del presidente Cárdenas cuando decidió mandar al exilio a Plutarco Elías Calles, su impulsor al cargo presidencial, sin embargo, lo llevó a cabo ante la imperiosa necesidad de hacer sentir su condición de primer mandatario por sobre cualquiera otra consideración, pues no había más opción que ejercer a plenitud el poder o compartirlo con “el Jefe Máximo” exponiéndose a repetir el lamentable episodio protagonizado por el presidente Pascual Ortiz Rubio, cuyo carácter apocado y abolida dignidad le impidió romper el cordón umbilical con Calles, dando origen con su actitud sumisa a la afrentosa frase: “Aquí vive el presidente (don Pascual), pero el que manda (Calles) vive enfrente”. Por supuesto, nada extraño, porque bien lo vaticinó Jesús, profundo conocedor de la naturaleza humana, cuando dijo a Pedro: “Antes que cante el gallo, me negarás tres veces”, sentencia divina reflejada en la secuencia de nuestras sucesiones presidenciales, rica veta para comprobarlo, pues, según se ve, la condición humana, antes y después de Cristo, no ha cambiado, sigue inmutable, casi inmanente en la actitud del hombre en el poder al recordar que “El poder no se comparte, se ejerce”. Quien no lo entienda así está condenado a repetir la historia, convertida en historieta.