La magia del sexenio ha estado en las palabras. El presidente mexicano es un genio en el uso de los símbolos y del lenguaje. Con ellos ha creado una realidad imaginaria para negar o despreciar los hechos que lo contradicen y ha construido un léxico que reproduce con fidelidad acrítica todo el aparato político que lo respalda. Para el gobierno mexicano los hechos no existen hasta que se nombran y todos, sin excepción, han de pasar por el tamiz de la interpretación política. Nada es cierto y nada es falso hasta que el presidente habla. Pero los hechos son tercos y, a pesar de todo, se imponen sobre las palabras.
El diálogo que sostuvo la semana pasada con Nayeli Roldán fue emblemático de esa pugna entre hechos y palabras. La periodista que ha documentado desde hace lustros la corrupción que corroe al país, enfrentó con dignidad la ofensiva verbal del presidente sin perder la calma, sin rendirse a la violencia verbal y corporal a la que fue sometida y sin faltarle al respeto al jefe del Estado. Es un intercambio que vale la pena ver completo: durante varios minutos tensos, esa mujer valiente encaró al hombre más poderoso del país para demostrar que era ella quien estaba diciendo la verdad y para revelar, con absoluta nitidez, los límites de la retórica que ha encumbrado a López Obrador.
Nayeli Roldán probó que el gobierno mexicano espía, al menos, a algunos de sus adversarios; que el gobierno emplea el sistema Pegasus para intervenir teléfonos celulares; que lo hace a través de la oficina de inteligencia que dirigen las fuerzas armadas; que el gobierno protege del escrutinio público a quien encabeza esa oficina; y que los altos mandos han utilizado esa información secreta para influir en juicios. Por su parte, el presidente negó todo, luego quiso justificarlo como labores de inteligencia y no de espionaje, acusó a la persona espiada (un defensor de derechos humanos) de tener vínculos con el crimen organizado, se puso a sí mismo como víctima de gobiernos anteriores (nadie le estaba preguntando eso), insultó a la periodista varias veces —corrupta, vendida, mentirosa—, la miró con odio repetidamente y después la amenazó, para amedrentarla, con exhibir datos sobre el dinero que su medio (Animal Político) habría recibido de otros gobiernos. El episodio no tiene desperdicio.
En vez de reconocer los hechos, el jefe del Estado recurrió —como siempre— al pasado y al autoelogio; repitió que aunque su gobierno haga lo mismo de antes, “no somos iguales”; se opuso a confrontar con la prensa al militar que coordina el espionaje demostrado por la periodista; fue prepotente en la actitud, en las palabras y amenazó con la difamación a quien solamente hizo preguntas y ofreció pruebas y, de paso, volvió al lugar común según el cual todas las críticas, todas las opiniones adversas y todas las evidencias que lo contradicen, forman parte de una amplia conspiración de conservadores y corruptos que quieren impedir su gesta heroica. Para el presidente, nadie que se le oponga es libre, ni independiente, ni tiene información valiosa, ni es honesto. Según él, esas virtudes solo existen entre quienes le obedecen.
La ofendida resistió hasta el final todas las agresiones y sin perder la compostura ni caer en la provocación —incluyendo las murmuraciones de los periodistas afines al gobierno, quienes a todas luces la estaban incordiando a sus espaldas mientras hablaba—, siguió llamando los hechos por su nombre: espionaje; y siguió formulando preguntas pertinentes. Todas fueron respondidas agresivamente.
Mientras López Obrador gobierne no habrá diálogo posible. En este sexenio ya no habrá más que elogios al poder. Pero también habrá otros episodios a favor de la verdad sin estridencias, con dignidad y en paz.
Investigador de la Universidad de Guadalajara