El 28 de octubre de 1920, Manuel Gómez Morín, el joven Secretario Particular del Secretario de Hacienda, Adolfo de la Huerta, llegó a Nueva York para dar seguimiento a las actividades de la Agencia Financiera de nuestro gobierno en aquella ciudad, al día siguiente declaró al New York Times y al New York Herald Tribune: “No hay en México, ahora, más de veinte hombres levantados en armas contra el gobierno”, aludía al fin de las asonadas y cuartelazos que tanto daño habían hecho al país, que ya gozaba de paz y tranquilidad en el gobierno de Álvaro Obregón; su misión consistía en hacer del conocimiento a los inversionistas de aquel país el inicio de las negociaciones en el pago de la deuda de nuestro país, suspendidas durante el conflicto político que desembocó en mayo de aquel año con la muerte del presidente Carranza.
“La democracia no es el mejor sistema político, pero es lo único que tenemos”, es frase atribuida a Winston Churchill Primer Ministro del Reino Unido durante los fulgurantes años de la Segunda Guerra Mundial. Los mexicanos podemos presumir que en América Latina nuestro país ha transitado durante casi un siglo por relevos gubernamentales enmarcados en el Estado de Derecho, es decir, con pleno apego a las normas y procedimientos establecidos para ese efecto. Nuestra democracia, aún imperfecta, ha servido para alternar gobiernos sin conflictos armados a partir de la década de los años treinta del siglo pasado. En eso, mucho ha tenido que ver la integración de un ejército ajeno a los avatares políticos y ejemplarmente leal a las instituciones, y en el orden político, a la cuasi perfecta simbiosis entre los diferentes gobiernos y su partido político PNR, PRM, PRI, PAN, MoReNa; el respecto al marco normativo vigente ha servido de sinigual baluarte para acreditar a los sucesivos gobiernos, el actual incluido.
Cuánto difieren nuestras sucesiones de gobierno respecto a la mayoría de los países de América Latina lo podemos comprobar en Argentina, Ecuador, Perú, Chile, Venezuela etc., porque salvando las diferentes circunstancias de cada entorno nacional, en ninguno de esos países se ha dado la secuencia de sucesiones de gobierno como en México. En Chile, sacrificaron a Allende para dar paso a la dictadura pinochetista. En Perú, el expresidente Alan García, envuelto en escándalos de corrupción tuvo que exiliarse, pasando el tiempo regresó, fue nuevamente electo presidente y finalizó sus días en trágico suicidio al verse cercado por la policía, acusado otra vez de corrupción. Allí mismo, el expresidente Fujimori practicó la autocracia a modo y ahora paga con cárcel sus excesos de gobernanza, lo acompaña en parecido trance el recientemente destituido Pedro Castillo, acusado de promover un Golpe de Estado. En Argentina, el 8 de marzo de 1956 por decreto presidencial el expresidente Juan Domingo Perón fue mandado al exilio, donde permaneció por 20 años y a su regreso volvió a ser presidente de ese país; ahora, la expresidenta Cristina Fernández, actualmente vicepresidenta y de afiliación peronista, ha sido inhabilitada a perpetuidad y condenada a seis años de prisión, permanece en libertad gracias a su fuero como senadora. La sentencia no es definitiva, seguirá el proceso y ella aún podría ser candidata presidencial, y quizás nuevamente electa. Qué decir del patético caso de Venezuela, alguna vez considerado el país más rico de esta sufrida América, con sempiternos conflictos armados y turbulentas sucesiones presidenciales, como cuando una asonada militar desbancó de la presidencia en 1848 al insigne escritor Rómulo Gallegos, quien antes de dimitir retó a la guarnición militar de Caracas: “Bien saben ustedes que en Venezuela hay tan solo dos sitios para mí: el palacio presidencial o la cárcel… estoy listo para eso, yo ya corté mis amarras con la tierra…”, dijo el gran autor de Doña Bárbara. Fue obligado a exiliarse, pero “supo caer del lado de la honra”, dijo Raúl Roa. Por abreviar la tenebrosa lista, ya no abordamos los casos de Cuba, Nicaragua o Guatemala, pero tal ha sido la azarosa vida política de gran número de países en este continente. Basta con este lúgubre escenario para aquilatar el gran tesoro democrático del cual gozamos los mexicanos, quizás ya superamos el umbral de la “dictadura perfecta” y ahora cursamos un ciclo de democracia imperfecta, pero es corregible y perfectible, nos corresponde hacerlo realidad.