Hasta el momento de entregar este texto no se había dado a conocer el contenido de la nota que Raúl Padilla, el ex rector de la Universidad de Guadalajara y presidente de la FIL, dejó a su lado antes de quitarse la vida. Pese a las lecturas políticas sobre los motivos del líder del llamado Grupo Universidad para suicidarse, el cáncer agresivo que padecía en el estómago y las graves recaídas que sufrió en los últimos meses probablemente expliquen su decisión. Sin embargo, como tantas cosas en la vida, y ahora en la muerte de Padilla, la política contamina acciones y decisiones.
No haré un balance más de los muchos que se han publicado desde el domingo por la tarde en prensa y blogosfera. Algunos para llevar agua al molino del gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, con quien tenía diferendos; otros para dar cuenta de sus divergencias con el obradorismo; la mayoría simplemente para intentar arrojar alguna luz sobre una larga trayectoria cargada de claroscuros, pero de enormes consecuencias en la vida política regional y en los círculos culturales del país.
Escribo sobre él, más bien, porque en las últimas horas se han instalado insistentemente en mi recuerdo las diversas ocasiones en que nos encontramos y la sensación personal de extrañeza que provoca la desaparición de un factor que, para bien o para mal, uno asume como parte del paisaje político permanente en Jalisco o en la cultura nacional.
Aunque estudié la preparatoria y la licenciatura de Economía en la Universidad de Guadalajara y pertenecemos con diferencia de 18 meses a la misma generación, no conocí a Raúl en la época estudiantil. Pero sí que conocí, y de la peor manera, a los esbirros de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, FEG, que reprimía ferozmente toda actividad estudiantil disidente. El cadáver de un amigo cercano, con quien intentamos crear grupos de discusión, terminó en la Barranca de Oblatos. Años después Padilla sería presidente de la FEG y emprendería la despistolización de esa mafia, cosa que solo los que la padecimos podríamos aquilatar cabalmente. Un primer signo de la tortuosa habilidad de Raúl, un joven que organizaba ciclos de cine cultural y a la vez se encumbraba en la cúspide de esa mafia para eliminar su violencia y convertirla en instrumento de su propio cacicazgo ilustrado.
Lo conocí como rector de la UdG en los años que dirigí el diario Siglo 21 en la primera mitad de los años noventa. Comimos en tres o cuatro ocasiones por razones naturales, por así decirlo. Toda proporción guardada, los dos dirigíamos instituciones ubicadas en el espectro progresista en una ciudad predominantemente conservadora. Siglo 21 (y Público, nombre del diario al que posteriormente transmutó) era un factor de renovación en el ambiente local con mucho peso en la opinión pública y de fuerte contenido cultural. Pero a pesar de los intereses comunes, nuestras conversaciones nunca pasaron de temas genéricos sobre política nacional y regional. Supongo que nunca nos tuvimos confianza. Y es que no era fácil relacionarse con Raúl de igual a igual. Es cierto que, aunque no exento de interés, él era un excelente amigo y mecenas de intelectuales y artistas. Gracias a algunos con los que he tenido relación a lo largo de los años (Emilio García Riera, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez o, más recientemente, Nicolás Alvarado, entre otros), supe del apoyo incondicional que solía ofrecer a sus cercanos. También conozco de la lealtad que lo unía a los actores políticos nacionales que le daban su lugar.
Pero era otra cosa en lo referente a su coto de caza, el espacio político regional. Raúl era capaz de mantener complicidades coyunturales con otros actores políticos locales, desde luego, pero la única relación estable terminaba siendo la de subordinación a su liderazgo. El entorno cultural y universitario operaba con una lógica cortesana que tenía como centro al soberano “benigno”, salvo en los casos de disidencia política interna, ante los cuales solía ser tan efectivo como implacable.
Salí de Guadalajara hace 24 años y desde entonces mi contacto con Padilla se limitó a un saludo amable y breve cada noviembre al cruzarnos en algún pasillo de la FIL. Paradójicamente la única conversación de fondo en estas últimas décadas sucedió en diciembre, hace tres meses, durante un cóctel en el que las circunstancias nos aislaron por un rato. El día anterior yo había participado en una mesa sobre periodismo organizada por la propia Universidad, en la que los otros cuatro ponentes habían convertido el micrófono en pluma de vomitar en contra de López Obrador; otras dos mesas a las que me había asomado acusaban un desbalance similar.
Le expuse a Raúl mi preocupación de que la Universidad se convirtiera en un espacio políticamente sesgado o que él mismo hubiese sido personero de Ricardo Anaya en la campaña de 2018. Después de todo se trata del líder de facto de una institución pública que no solo es financiada por el Estado, atiende esencialmente a sectores sociales de recursos escasos. Alinearse explícitamente con los grupos de interés vinculados históricamente con la iniciativa privada, más propio de las universidades particulares, era algo que exponía a la UdG. Argumenté que podía entender que tuviera diferencias personales con López Obrador, pero en momentos en que existe un movimiento pendular de cara a intereses populares, jugar la carta de la oposición no era ni correcto ni inteligente. En todo caso, la UdG como institución tendría que mantenerse al margen del proceso. Y por lo demás, tendencialmente era un autosabotaje. Pelearse simultáneamente con el gobierno federal y el estatal, fuentes prácticamente únicas de financiamiento, resultaba absurdo.
Raúl no tenía ganas de polemizar, pero para mi sorpresa sí de escuchar. Me preguntó si creía que la 4T gobernaría un segundo sexenio. Justamente, insistí, faltan ocho años al menos, la UdG tendría que mantenerse al margen de la militancia política explícita, un acto de responsabilidad para con la comunidad universitaria. A mi vez le pregunté si conservaba algún puente con el primer círculo obradorista, al menos para reconstruir los mínimos de conversación; mencionó que había acercamientos pero que se rompieron luego de su participación, tres semanas antes, en noviembre, en la primera marcha en defensa del INE. Ay, Raúl, dije y fue lo último porque fuimos interrumpidos. Se despidió con un gesto de los dedos de quien enrolla un hilo, para sugerir que la conversación continuaría. No fue así.