Una de las frases descollantes en la campaña presidencial de José López Portillo exhortaba a la conciencia ciudadana: “la solución somos todos”, pero ya para finalizar su gobierno (1976-1982) la opinión pública, parafraseándola, coreaba: “la corrupción somos todos”; fue, ciertamente, una periodo de gobierno muy desafortunado, pleno de contradicciones e incongruencias, porque cuando se descubrió el rico venero petrolero de Cantarell convocó a los mexicanos a “prepararnos para administrar la riqueza”, solo para concluir su mandato en una severa crisis económica y política que desembocó en la “nacionalización” de la Banca mexicana. Profundo conocedor de la Teoría del Estado (escribió un buen libro sobre esa materia) gustaba celebrar Reuniones cuyos invitados eran alcaldes, gobernadores, senadores, diputados y personal de su gabinete, allí, haciendo gala de una retórica conceptualmente sustanciosa gustaba en expresar “la República está reunida”; y aplicando la experiencia abrevada en su paso por la Secretaría de la presidencia en tiempos de Díaz Ordaz, ya como presidente presumía: “mi gobierno, es de planes y programas”, lamentablemente nonatos en su mayoría. Hombre de buenas intenciones, sin duda, pero poco apto para la política fue víctima propicia de algunos de sus colaboradores, principalmente de los encargados de la planeación económica y financiera. Pero sobre todo de su carácter, cuya ligereza lo condujo a cometer liviandades y a tolerar corruptelas al por mayor. No obstante, en el penúltimo año de su mandato se produjo un acontecimiento inédito en el país: el 7 de mayo de 1981 el periodista Armando Castilla denunció ante la Procuraduría General de la República al gobernador de Coahuila, Oscar Flores Tapia acusándolo de enriquecimiento inexplicable, también la presentó ante la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, tal denuncia fue publicada en el Excélsior, el Heraldo de México y en los periódicos Vanguardia propiedad del denunciante, podemos imaginarnos el escándalo que provocó esa acción inusitada contra un político, que por cierto gozaba fama de muy folklórico y de buen escritor, había sido diputado y senador, y de ser muy amigo de Luis Echeverría, quien todavía presidente lo impulso al cargo en 1975. Por cierto, la acusación no carecía de sustento porque en el gobierno de Flores Tapia los principales cargos fueron asignados a parientes y amigos, hijas, hijos, yernos, sobrinos todo una magnifico aparador surtido del más excelso de los nepotismos. La súbita riqueza familiar era tan notable y ostentosa que no hubo problema alguno para que la PGR fincara responsabilidades y al gobierno federal no quedó de otra que pedirle a Flores Tapia a solo tres meses de concluir su mandato solicitara licencia para que un sustituto entrara al relevo. El daño se “resarció” con unas cuantas propiedades “devueltas a la nación”. Para “defenderse” ante la posteridad Oscar Flores Tapia escribió el libro “López Portillo y Yo” donde intenta depurar su gobierno, pero Armando Castilla respondió con otro donde detalla con documentada narrativa la consistente validez de su denuncia. A Flores Tapia lo obligaron a devolver parte de lo “acumulado” a su favor (que en verdad comparándolo con Duarte y sus colaboradores se quedó muy corto), otros gobernadores han corrido con mejor suerte pese a su mano larga, dígalo sino la historia más reciente en Veracruz. Pero la corrupción es un fenómeno universal y muy añoso, cual Hidra de Lerna, policéfala, porque aparece por doquier. Fue Alejandro VI quien declaró que las indulgencias libraban del infierno, y vaya que fue un producto con bastante demanda entre quienes siendo pecaminosos podían lavar sus culpas con solo comprarlas. Cortés llevó toneladas de oro y plata a Castilla, Pizarro despojó a Atahualpa de toneladas de oro. Rica es la historia en casos de corrupción, lo mejor es nunca cansarse de combatirla.