Para quienes tienen la edad y llegaron a viajar en el Pullman, como se conocía al tren de pasajeros entre la Ciudad de México y Guadalajara, los recuerdos de las pequeñas cabinas con literas o el vagón de camas individuales, junto a las cenas en el restaurante con la música metálica de las ruedas girando. Eran siete horas de viaje nocturno, la mitad de lo que demoraba El Regiomontano hasta Monterrey, parte también de esa nostalgia de los tiempos idos, porque en 1995 el gobierno del presidente Ernesto Zedillo acabó con ellos porque la reestructuración económica del país al integrarse a Norteamérica y la falta de dinero para seguir subsidiando a Ferrocarriles Nacionales de México condujo a su privatización.
El Gobierno otorgó la concesión de la operación ferroviaria a Kansas City Southern de México, a Union Pacific Railroad y a Ferromex, con lo cual se modificó el modelo de negocios. Integrado en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, México optó por el modelo norteamericano que apuesta por el transporte de carga, a diferencia del modelo europeo, que se inclina por el transporte de pasajeros.
La privatización sigue siendo criticada, constantemente por el presidente Andrés Manuel López Obrador, que quiere volver al origen de los ferrocarriles de pasajeros casi 200 años después de concluirse la primera línea ferroviaria entre la Ciudad de México y el puerto de Veracruz, en 1873. López Obrador publicó este lunes un decreto donde el transporte de pasajeros ferroviarios será prioritario, aunque aclaró que no sería una expropiación de los operadores de transporte de carga.
Son medias verdades. Más allá de que las concesionarias de los ferrocarriles busquen lidiar al toro de Palacio Nacional y financiar un servicio de pasajeros, el Presidente tiene un horizonte más ambicioso. En una reciente reunión con su equipo cercano, anunció que uno de los proyectos prioritarios para cerrar su sexenio es la nacionalización del sistema ferroviario, porque revolotea en su cabeza la idea de construir un medio de movilización masiva que integre sus cuatro proyectos, el Tren Maya, el México-Toluca, el tren del Bajío-Región Norte y el tren del Golfo-Pacífico.
El proyecto enfrenta un obstáculo y un dilema. El primero es la posibilidad de un diferendo por violar reglas del Acuerdo de Comercio con Estados Unidos y Canadá, porque al nacionalizar los ferrocarriles crearía un monopolio que afectaría la competencia. El otro, que amplía dificultades al decreto, es el costo. La razón por la que Zedillo privatizó los ferrocarriles y estos cancelaron el servicio de pasajeros, fue porque no era rentable. Con privados o público, lo que plantea López Obrador no generará los ingresos ni siquiera para alcanzar el punto de equilibrio; es decir, será un servicio deficitario. Él dice lo contrario.
Pero no se necesita un oráculo para saberlo. En el mundo solamente dos líneas son redituables. Una es la que cubre la ruta París-Lyon, en el TGV (Train à Grande Vitesse) operado por el gobierno, y la otra es la línea Hakata-Osaka en el Shinkansen (Bullet Train), operado por Japan Railways, que forma un grupo de empresas privadas. El resto, en cualquier país, reciben subsidios, aunque el criterio dominante, en particular en Europa y Asia, es que al ser visto el ferrocarril de pasajeros como un servicio público, no son obligadas a tener ganancias.
En algunos casos, los gobiernos otorgan estímulos fiscales a las empresas privadas que dan el servicio para seguir operando o, en casos extraordinarios como durante la pandemia, hubo algunas que recibieron apoyo del Estado para mantener abiertas sus rutas aunque tuvieran poca demanda, como sucedió con el Westbahn en Austria.
Para operar este servicio de pasajeros mediante subsidios se necesita la voluntad política para hacerlo -no la tenía Zedillo, sí la tiene López Obrador-, pero también que exista un volumen de viajeros que pueda amortizar parte de las pérdidas y seguir haciendo el servicio viable, no desde el punto de vista social, sino financiero, como no sucedió con el último tren mexicano que cerró, el turístico Puebla-Cholula, por un tema de rentabilidad.
Presionar a las empresas ferrocarrileras en México a abrir ese tipo de servicio puede ser un laboratorio para que López Obrador deje a un lado sus ideas fijas y obsesiones y analice con más cuidado los resultados financieros que arrojen las nuevas rutas de pasajeros. Ya sabemos que eso no va a suceder.
Sin embargo, un espejo al que podría asomarse es el de Amtrak, que opera el gobierno de Estados Unidos desde 1971 en tres corredores, el Noreste, que cubre la línea entre Washington y Boston, que casi no convive con el transporte de carga; el de las rutas de apoyo estatales, con recorridos entre 300 y 500 kilómetros que convive con el transporte de carga; y el que realiza recorridos superiores a los mil kilómetros en vías de transporte de carga.
Los dos últimos tienen un subsidio de 3.79 dólares por pasajero y de 20 centavos por pasajero/kilómetro, respectivamente, mientras que el primero, que es considerado de lujo, pese a tener un margen positivo de 27 centavos de dólar por pasajero/kilómetro, hace unos días el presidente Joe Biden anunció un financiamiento de 16 mil 400 millones de dólares para mantenerlo a flote.
Se puede argumentar que la racional de López Obrador es el enfoque social, donde lo financiero no es relevante, que es la narrativa presidencial para la población. Paradójicamente, lo financiero sí fue relevante todo su sexenio hasta ahora, en el último año de su mandato y de elecciones presidenciales, donde abandonó el rigor macroeconómico para abrir el gasto social y en sus megaobras.
Lo que planea hacer con el transporte de pasajeros y la nacionalización de la industria parece parte de su demagogia, que en estos momentos es altamente peligrosa, no para él, sino para quien llegue a la Presidencia en menos de un año, que podrá recibir de él elefantes blancos en ruta de la quiebra, sobre lo que él no tendrá responsabilidad, sino que la heredará, junto con las culpas, a quien lo suceda.