Estamos concentrados en las elecciones venideras y apenas nos hemos asomado a lo que podría venir después. Lo más deseable sería que, a partir de la información preliminar divulgada por el INE y los Oples —tras una jornada electoral pacífica y nutrida—, los partidos celebraran sus triunfos ya indudables para refrendar sus compromisos de campaña, reconocieran sus derrotas y, ante los resultados muy cerrados, esperaran los recuentos oficiales de los órganos electorales. Empero, sabemos que ese escenario es muy poco probable.
La conducta de candidatos, candidatas y partidos ha sido reiteradamente hostil y desde ambos lados de las tribunas no solo se ha repetido hasta el agotamiento que los adversarios hacen trampas (lo cual es cierto, pues todos han pasado por encima de las reglas), sino que el único resultado aceptable para ambos sería la derrota definitiva del proyecto opuesto. Con la única excepción de Movimiento Ciudadano (cuyas expectativas de éxito son todavía modestas), los dos polos principales de la vida política de México están actuando como si de veras pudieran borrar del mapa al otro. Sin embargo, saben que el 3 de junio seguirán ahí, con más o menos fuerza relativa, obligados a convivir a pesar de sus enconos. Así que la pregunta clave es hasta dónde estarán dispuestos a llevar la guerra.
Lo más probable es que el país vivirá varias semanas de zozobra (¿cuántas?) entre acusaciones mutuas y litigios poselectorales que, en su versión más civiilizada, llenarán las agendas de los tribunales electorales de los estados y del Poder Judicial de la Federación, hasta que vencedores y vencidos conozcan y eventualmente acaten las sentencias de los órganos jurisdiccionales. Pero en su versión menos plausible, los aparatos de partido no se resignarían al litigio formal ni a esperar los veredictos, sino que optarían por defender sus posiciones en la calle y por desconocer la legitimidad de quienes se alcen con los triunfos oficiales. Buena parte de la república, además, estará en la efervescencia de la nueva distribución de cargos en ayuntamientos, gobiernos estatales y congresos.
Por otra parte, después del 2 de junio le quedarán casi cuatro meses al periodo de gobierno de López Obrador y creo, sin acritud, que nadie se llamaría a sorpresa si ante resultados incómodos para el jefe del Ejecutivo, el conflicto poselectoral se atizara desde Palacio Nacional, pues esa ha sido la reacción que ha tenido ante todas las derrotas relevantes y sería también, en sana lógica, la secuela de las acusaciones que ha venido fabricando contra los órganos electorales del país.
En algún lugar leí que no, que el presidente ha aceptado los pequeños descalabros que ha sufrido su partido a lo largo del sexenio y que estaría dispuesto a encajar una derrota mayor, si el pueblo así lo decidiera. Ojalá fuera verdad, pero me cuesta comparar al gobierno de Coahuila con el de la república o con la mayoría calificada del Congreso. Además, es tan improbable que Morena sea arrollado por los votos de castigo, como suponer que sus huestes estarían dispuestas a perder el control de los mandos sin chistar.
Todos los escenarios dependerán de la magnitud de los triunfos y de las derrotas venideras. Pero los precedentes cuentan, pues por muchos gerundios que quieran añadirse, la historia no está hecha de retazos inconexos sino de procesos que se van encadenando. Por eso debe añadirse que el último mes del gobierno de López Obrador coincidirá con el primero de la nueva Legislatura federal. Y como se ha anunciado muchas veces, si Morena ganara la mayoría calificada el presidente buscaría cerrar su periodo de gobierno rediseñando la Constitución y clausurando a los órganos autónomos. Y eso encendería otras brasas que hoy todavía están húmedas.