La virulencia retórica de Alejandro Moreno contra toda una generación de liderazgos del PRI es bastante inusual, aún para sus estándares y conocidos comportamientos de pendenciero. Disparar los obuses contra quienes cuestionaron sus intentos reeleccionistas es difícil de entenderse sólo en el contexto de que quiere apoderarse del PRI y quedarse con las prerrogativas del partido. Parece muy simple y reduccionista.
Moreno no necesita apoderarse del PRI. Desde hace tiempo lo tiene con el control del Consejo Ejecutivo Nacional y tampoco necesita los recursos de las prerrogativas, pues desde hace muchos años hizo de la política un medio para enriquecerse. Lo que necesitaba, impunidad, la garantizó al colocarse en el número uno de las listas para el Senado, aunque su desenfrenada cruzada contra connotados priistas sugiere que hay razones de otro tipo por debajo de sus motivaciones, porque el fuero no parece suficiente.
Las acusaciones y vituperios contra priistas renombrados no tendrían sentido desde el punto de vista de un desafío a su control político. Personajes como la exlíder del PRI, Dulce María Sauri, el futuro senador Manlio Fabio Beltrones, o el exjefe de Oficina de la Presidencia, Aurelio Nuño, no tienen el peso interno que le pudiera generar una fractura en el partido. No corre ningún riesgo de una división en el PRI, aun cuando los más de 200 miembros del partido que hicieron público su denuncia contra sus deseos reeleccionistas decidieran renunciar, porque no abrirían un boquete que alterara la correlación interna de poder.
Moreno ha renegado contra sí mismo atacando a quienes lo arroparon. Tampoco le importó meter en contradicciones a quienes lo respaldan, como se vio en las imágenes de su conferencia de prensa esta semana, donde a su costado derecho estaba el coordinador de los senadores, Manuel Añorve, que es hechura de Beltrones y al izquierdo Rubén Moreira, coordinador de los diputados, cuyo hermano Humberto fue dirigente del partido en los tiempos en que «Alito», como le llaman, era una de las focas aplaudidoras del expresidente Enrique Peña Nieto. El silencio cómplice de su burbuja de poder, exhibida en su silencio mezquino ante los insultos y acusaciones contra aquellos a quienes les deben buena parte de su carrera política, los desdibuja como políticos y los pinta como cómplices de las intenciones inconfesables de la persona que reconocen como jefe político.
«Alito» fue criticado por muchos priistas a partir de una realidad objetiva definida por Sauri como la peor derrota del PRI en su historia. La fuerza del partido cayó 65.66% entre la elección presidencial de Peña Nieto en 2012 y la del 2 de junio pasado. Perdió otro 25% entre las elecciones de 2018 con un candidato no priista, José Antonio Meade y las pasadas con otra no priista, Xóchitl Gálvez. En el Legislativo, donde apostó todo, tampoco salió bien. En 2018 obtuvo 16.53% del voto para el Congreso y este año apenas 11.11%. En el Senado, donde logró 15.89% en 2018, se achicó a 10.8% este año. La caída ha sido constante. Cuando llegó al PRI en 2019, el partido gobernaba en 12 estados; hoy sólo en dos. Perdió bastiones históricos como el Estado de México e Hidalgo y Tamaulipas que siempre había gobernado.
El desprestigio, que ha ido acumulando a lo largo de los años es enorme. Roy Campos, presidente de Consulta Mitofsky, dice que 70% de los encuestados dicen, desde antes incluso de la última elección presidencial, que nunca votarían por el PRI. Si uno ve su desvanecimiento en las urnas y la pérdida de presencia territorial, se puede argumentar que va rumbo a su desaparición. Moreno ha apuntado lo que ve como una solución, cambiar el nombre del partido y borrar la marca del PRI como franquicia política. Sin embargo, su protagonismo beligerante está haciendo que sea él más prominente que el partido, por lo que el futuro, se puede argumentar, será definido por la persona no por la institución.
En esta carrera, quien busca el fortalecimiento es él, para él y después el partido. La pregunta es por qué. Una respuesta puede encontrarse en julio de hace dos años, cuando la Fiscalía General de la República anunció que había abierto una investigación por los posibles delitos de tráfico de influencias, desvío de fondos federales, lavado de dinero, enriquecimiento ilícito y fraude fiscal cuando era gobernador de Campeche, lo que lo llevaría a la cárcel en caso de ser encontrado culpable. Varios de estos, como enriquecimiento inexplicable y tráfico de influencias, son muy visibles, por el nepotismo cuando gobernó y por la obscena riqueza de sus propiedades que se hicieron públicas, sin que hubiera una explicación sobre el origen del dinero para adquirirlas.
La investigación se congeló porque el presidente Andrés Manuel López Obrador así lo dispuso. Moreno, como control de daños, elevó su crítica al gobierno y empezó a construir un alegato de venganza política en caso de que la pesquisa avanzara y le giraran una orden de aprehensión. Sin embargo, haber frenado a la Fiscalía no significa que se sobreseyó el caso. En cualquier momento puede reactivarse y su libertad volver a ponerse en vilo. «Alito» sabe que tiene la cabeza en la guillotina, pero tiene una pequeña palanca que le permite ver horizontes favorables para él, los votos que necesita López Obrador para obtener la mayoría calificada en el Senado y que se aprueben sus reformas constitucionales.
De mantenerse el reparto de diputaciones y senadurías que perfilan los resultados electorales, López Obrador tendrá la mayoría calificada en el Congreso y estará a dos escaños de alcanzarla en el Senado. «Alito» se ha vacunado y afirma que no votarán la reforma judicial, la que más quiere el Presidente, pero muchas cosas ha dicho antes y ha rectificado. Hoy, sus gritos contra López Obrador para defenderse de las acusaciones en su contra, las ha reorientado contra los priistas pero por las mismas razones, para debilitarlos. ¿Prepara el voto a favor del Presidente? Es posible. La traición la conoce bien y hasta ahora ha caído parado.