Pensándolo bien
Jorge Zepeda Patterson
Aunque no por las mismas razones, los dos gigantes de la energía de México, Pemex y CFE, representan un enorme desafío para el gobierno entrante. No solo porque de la eficiencia o la falta de ella dependerá que el país genere los niveles de energía que exige el nearshoring y el cambio climático; también porque su desempeño económico impacta decisivamente en las finanzas públicas y en la calificación crediticia de México y, por ende, en la deuda externa o la cotización del peso.
Las dos empresas afrontan una delicada situación porque se encuentran a medio camino de un ambicioso rescate por parte del gobierno de la 4T, luego del profundo desmantelamiento al que las habían condenado los gobiernos neoliberales.
La situación de las dos empresas públicas es distinta. El problema con Pemex es de carácter financiero y productivo, con la CFE de naturaleza jurídica. Con Pemex el dolor de cabeza reside en su delicada situación financiera y en la necesidad de que sus plantas de refinación dejen de ser barriles sin fondo. Para la CFE, en cambio, con mucho mejor desempeño tecnológico y financiero, el desafío consiste en la preocupante dependencia del gas estadunidense que pone en movimiento a sus plantas hidroeléctricas (más de 60 por ciento de la generación de energía). Y peor aún, las leoninas imposiciones legales que la convierte en rehén del sector privado y la condenan a una sangría interminable por los subsidios disfrazados a los particulares. En esta entrega abordaré el caso de Pemex, en la siguiente el de la CFE.
De entrada, habría que decir que la paraestatal ha sido el blanco preferido de los críticos de la 4T con propósitos políticos y propagandísticos, a veces con razón y muchas sin ella. Convendría separar la espuma malintencionada de la realidad.
En los gobiernos anteriores se abandonaron las refinerías y la petroquímica y nos hicimos dependientes de la gasolina y el diésel extranjeros. No se necesita ser experto para entender que eso equivale a vender aguacates a un precio y comprar guacamole a otro más alto. A partir de 2015 México se volvió deficitario y la brecha se fue ampliando en los siguientes años. En 2023 exportamos petróleo por 33 mil millones de dólares, pero compramos al extranjero 52 mil millones de derivados de petróleo. Un boquete enorme de 19 mil millones de dólares anuales. ¿Cómo explicar eso en un país con riqueza petrolera? Los yacimientos habían menguado, es cierto, pero siguen siendo superiores a las necesidades de México. El problema ha sido el modelo depredador e irresponsable del pasado.
Con la globalización se sostenía que la interdependencia era el mejor arreglo posible: que cada cual produjera lo que le salía mejor y comprara en el extranjero todo lo demás, para ponerlo en los términos más simples posibles. Pero luego resultó que ante cualquier crisis los países productores se manejan con el consabido “cada uno se rasca con sus uñas”. El desabasto de fertilizantes, los cortes de suministro de gas, la monopolización de vacunas o el acaparamiento de combustibles están a la vista. México opera desde hace años con reservas de gasolina (importada) equivalentes al consumo de 10 días y dependemos de otros países para no quedar paralizados. El gobierno de la 4T decidió, como muchas otras naciones tras los excesos de la globalización, que frente a la crisis ambiental, las incidencias geopolíticas y hasta el eventual estado de ánimo de un presidente como Trump, estábamos obligados a adoptar criterios de seguridad nacional en áreas estratégicas. La energía es la primera de ellas.
Pemex está haciendo lo necesario para conseguir la autonomía en refinación, eliminar la producción del tóxico combustóleo (para eso son las coquizadoras en proceso de rehabilitación o construcción) y dejar de comprar fertilizantes en el extranjero. El esfuerzo ha sido enorme, pero se está consiguiendo. En algún momento en 2025 dejaremos de importar gasolinas. En mayo de este año, por vez primera desde agosto de 2014, el país registró un mes con saldo positivo en la balanza comercial petrolera con el resto del mundo. Fue momentáneo, pero el próximo año podría ser sistemático. Quizá México no vuelva a ser exportador (adiós a los 33 mil millones de dólares que nos ingresan por petróleo, pero también adiós al grueso de esos 52 mil millones de dólares que pagamos para adquirir derivados).
Todo eso se ha conseguido sin endeudamiento adicional. Los críticos hacen sorna de la brutal deuda de Pemex: 106 mil millones de dólares, pero no se menciona el hecho de que el gobierno de Peña Nieto la entregó con un endeudamiento de 129 mil millones de dólares, lo cual significa una reducción de casi la quinta parte en seis años. En buena medida eso se ha logrado con un sacrificio por parte de Hacienda, pues redujo el impuesto de 65 por ciento que le aplicaba a los ingresos de Pemex a solo 30 por ciento. Eso, además del apoyo para el pago del endeudamiento (cuando la deuda se paga “desde” el gobierno federal la tasa es menor, porque el país tiene mejor calificación que Pemex).
No obstante, hay una crítica justificada en contra de la paraestatal. El enorme costo de operación de la filial Pemex Transformación Industrial, responsable de la refinación y producción de derivados. Desde hace lustros la refinación opera con pérdidas, pero a partir de la puesta en marcha de plantas que habían sido abandonadas, los números rojos se dispararon a un promedio de 10 mil millones de dólares anuales los primeros tres años del sexenio. En 2023 se redujo el boquete a 3 mil millones de dólares, pero ha vuelto a crecer y en 2024 alcanzará la peor cifra de la historia. De continuar esa tendencia la situación de Pemex sería insostenible. No está claro cuánto de estos números rojos en la operación de las refinerías es transitorio por encontrarse en etapa de rehabilitación, cuánto es fruto del apresuramiento para cumplir “a cualquier costo” metas de producción en el último año de López Obrador y cuánto a problemas estructurales dentro de Pemex.
Sea una cosa u otra, el equipo de Sheinbaum tendrá que resolverlo. La tesis doctoral de la próxima presidenta partía de un enfoque que privilegiaba el “consumo de energía por sus finales”. Es decir, poner el acento no en la fuente de generación de la energía, ahora dividida en Pemex y CFE, sino en el destino; algo que cada vez es más ambiguo. El litio es de extracción, como el petróleo, pero servirá para alimentar baterías para el consumo eléctrico; los nuevos autos se cargarán del sistema de CFE, no de las gasolineras de Pemex, etc. Esto significa que la Secretaría de Energía tendrá un papel estratégico y subordinará “a los fines” el consumo, lo que hoy está dividido en dos paraestatales absolutamente independientes. Se trata de un cambio tendencial, no categórico, pero inevitable. Una de las muchas acciones renovadoras que la nueva administración está obligada a poner en marcha. Pemex es más que salvable, a condición de encontrar la forma.
(CONTINUARÁ…)