Rúbrica
Exactamente en una semana concluye el sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Prácticamente no hay dato alguno –real, no de los “otros datos” que se inventa el presidente saliente para torcer la realidad- que pruebe consistentemente desarrollo o crecimiento real para el país.
Por el contrario, los indicadores en materia de salud, de educación, de crecimiento económico, de derechos humanos, de democracia, de libertad de expresión, de rendición de cuentas y principalmente de seguridad muestran retrocesos alarmantes, algunos incluso históricos, de un gobierno manejado con las vísceras, con miles de prejuicios y con un sentido paternalista y patrimonialista que ya ha fracasado en un pasado al cual están llevando aceleradamente al país con reformas retrógradas y autoritarias.
La reforma militarista, junto con la que desmantela al Poder Judicial de la Federación, son las más regresivas de todas las enmiendas legales impulsadas durante el sexenio que fenece y cuyo objetivo no es garantizar la seguridad, la paz ni el acceso a la justicia para la población, sino establecer un control férreo, absoluto y autoritario sobre la vida pública y hasta la privada de las y los mexicanos. Y si bien –todavía- no puede afirmarse que se ha establecido una dictadura en México, los factores que las distinguen se asoman cada vez con mayor temeridad.
De contar con un sistema electoral que llegó a verdaderamente brindar certeza sobre el respeto al sufragio ciudadano y que costó décadas, vidas y mucha sangre construir, con el obradorismo se ha retrocedido de nueva cuenta a organismos cooptados por el poder, que conceden mayorías que no otorgaron las urnas y que fueron incapaces –si no es que cómplices- de frenar la oleada de ilegalidades que marcaron y mancharon la última elección, ilegítima de origen y que en ese pecado, llevará la penitencia.
La restauración autoritaria hacia –por lo menos- un sistema de partido hegemónico más sofisticado que el de la época priista lleva a una inevitable reducción de los márgenes para la libre manifestación de la pluralidad de ideas. Pensar diferente, defender posturas divergentes o antagónicas a las del poder hoy en día es merecedor de epítetos como el de “traidor a la patria”, la más grave imputación que se le pueda hacer a un ciudadano, y es la muestra diáfana de una creciente intolerancia que termina por acotar o suprimir libertades. La de pensar, en primer lugar.
El efecto más pernicioso de esta situación está a la vista. La sociedad mexicana está dividida, enfrentada como nunca antes, colocada en bandos irreconciliables que han provocado fracturas en familias, en amistades y en general en la convivencia cotidiana. Las diferencias de criterio y de pensamiento hoy se erigen como obstáculos insalvables gracias a una feroz propaganda que estigmatiza, y a un clientelismo desbordado que compra conciencias y logra que se justifique cualquier atrocidad, a cambio de migajas que solo esconden problemas que no se solucionan.
La última semana del sexenio transcurrirá como corrió todo este periodo: en medio de la violencia –verbal, único recurso discursivo del morenato; y física, con una cifra dantesca de casi 200 mil homicidios dolosos-, mientras la nueva-vieja clase gobernante se revuelca en el fango de una orgía de poder que los mantiene ensoberbecidos y alejados de la realidad, ésa en la que los ciudadanos apenas sobreviven y que si reclaman, les caen a palos los muy “humanistas” y “transformadores” restauradores del más viejo y arcaico régimen.
Tan obsesionado que está López Obrador con pasar como “héroe” a la historia, para que su legado se reduzca a dejar al país hundido en el odio, el encono y la muerte. Pero eso fue lo único que construyó. Y lo lamentarán y padecerán las próximas generaciones.
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