Mientras la euforia colectiva invadía a la población mexicana por las fiestas navideñas, en Panotla, Tlaxcala, al unísono la presidenta Claudia Sheinbaum exploraba una tesis política relativa a la democracia en este país: “México podría ser el país más democrático que haya sobre la faz de la tierra”— pues “ya se elige democráticamente a la presidenta o al presidente de la República, al Poder Ejecutivo, se elige democráticamente al Congreso, a la Cámara de Diputados, a la Cámara de Senadores, pues ahora se va a elegir democráticamente a jueces, magistrados, magistradas, y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación”. Es muy respetable esta expresión presidencial, sin embargo, históricamente no aparece en ningún lado del planeta, tampoco en México, diría el aldeano, que una elección popular por sí sola garantice un régimen democrático. Si una elección popular fuera la característica fundamental de la democracia y por sí sola otorgara el rango de democrático tendríamos que aceptar como regímenes democráticos a los de Cuba, Venezuela y Nicaragua donde sus actuales gobernantes fueron “electos” en elecciones “democráticas”. También que si durante la hegemonía priista con presidencia autoritaria se elegían alcaldes, diputados, senadores, gobernadores y presidente de la república, México ya había alcanzado el éxtasis democrático. Pero justamente la oposición que ahora hace gobierno fue una de las fuerzas motoras que impulsaron la creación de órganos autónomos para contrarrestar al poder, por esa inercia al crear el IFE se quitó al gobierno la injerencia en la organización y calificación de los resultados electorales, y nació el Tribunal Electoral. Para robustecer el combate a la corrupción se creó el INAI, para evitar los abusos tarifarios de compañías telefónicas y combatir actividades monopólicas se creó el Instituto Federal de Telecomunicaciones, y muchos órganos autónomos a los cuales se dio la extrema unción en diciembre pasado.
Porque para alcanzar la calidad de país democrático además de lo electoral se demandan condiciones de no menor importancia: la vigencia de controles para evitar la concentración de poder y fortaleza institucional para garantizar los contrapesos del poder. Por supuesto se requieren instituciones autónomas a salvo de la cooptación desde el poder, porque cuando impera el control gubernamental sobre órganos autónomos las señales antidemocráticas encienden luces rojas. Lo acabamos de experimentar en México cuando con un 54% de votos obtenidos en las urnas los órganos “autónomos” (INE, Tribunal Electoral) concedieron a MORENA el 74% de las curules en la Cámara de diputados. Con esa clase de comorbilidad institucional difícilmente nuestro país podría alcanzar a ser el país más democrático de este planeta. Peor aún, se perciben síntomas de que vamos en reversa hacia estadios que ya se sabían superados con el funcionamiento de órganos autónomos capaces de resistir las presiones del poder. Por otra parte, una democracia avanzada implica necesariamente una ciudadanía madura, bien enterada y bastante participativa. Para alcanzarlo, al parecer aún nos falta una escalera y otro poquito.