Expresión Ciudadana
Carlos A. Luna Escudero
El próximo domingo 1 de junio, millones de mexicanos están llamados a participar en una elección sin precedentes: elegir a jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial mediante voto popular. Aunque en apariencia se presenta como un avance democrático, en realidad encierra serios riesgos para la justicia, la transparencia y el equilibrio de poderes en nuestro país.
Votar en estas condiciones no representa un acto de participación informada, sino una validación de un proceso improvisado, opaco y dirigido desde el poder. No se trata de negarse a transformar el sistema judicial —porque el cambio es urgente y necesario—, sino de rechazar una reforma que podría debilitar aún más la impartición de justicia en México. Cuando la democracia se convierte en simulación, abstenerse también puede ser una forma legítima de protesta.
Además, la falta de información clara y accesible sobre los perfiles de los candidatos, así como la complejidad del proceso —con boletas que incluyen hasta 50 nombres por cargo y sin afiliaciones partidistas visibles—, convierte el voto en un ejercicio a ciegas. Votar sin conocer a quiénes se elige no fortalece la democracia, la debilita. Más preocupante aún es que gran parte de las candidaturas provienen del Poder Ejecutivo, lo que compromete la independencia del Poder Judicial y abre la puerta a una justicia subordinada al gobierno en turno. Votar en estas condiciones no es participar, es legitimar una imposición disfrazada de consulta popular.
A pocos días de la inédita jornada electoral del 1º de junio, es necesario hacer una pausa crítica y reflexionar si realmente este proceso abona a una verdadera transformación de la justicia o si, por el contrario, abre la puerta a una simulación peligrosa. Aunque se ha promovido como un acto democrático para “elegir” a los nuevos jueces y magistrados, hay múltiples razones que invitan a no participar en esta consulta.
La primera y más evidente es la falta de información sobre los candidatos. La gran mayoría de las personas enlistadas en las boletas no son conocidas por la ciudadanía. No se sabe cuáles son sus antecedentes, posturas, logros o posibles conflictos de interés. Votar a ciegas no puede considerarse un acto responsable ni democrático.
A esto se suma la complejidad del propio proceso electoral. En algunos estados, los ciudadanos recibirán hasta 12 boletas distintas con decenas de nombres numerados, lo que vuelve la elección confusa y propensa a errores. No es razonable pedirle al votante promedio que distinga entre 500 perfiles desconocidos en apenas unos minutos.
Un punto especialmente grave es el riesgo que esta reforma representa para la independencia del Poder Judicial. Muchos de los perfiles han sido propuestos por el Ejecutivo, lo cual sugiere una clara intención de colocar a personas afines al gobierno en funciones clave de la impartición de justicia. Esto rompe el equilibrio entre poderes y abre la puerta al autoritarismo.
Por si fuera poco, las nuevas reglas electorales plantean retrocesos en materia de transparencia. El Instituto Nacional Electoral (INE) ha determinado que los votos ya no se contarán en las casillas, sino en los consejos distritales, eliminando así una práctica que garantizaba certeza e integridad del proceso. Además, las boletas sobrantes no serán anuladas al cierre de la jornada, lo que siembra dudas sobre su posible uso indebido.
La desconfianza en el proceso organizativo crece con cada nueva medida que erosiona los controles ciudadanos. No es exagerado decir que esta consulta carece de las mínimas garantías democráticas.
Finalmente, existe una intención clara de control desde el oficialismo. Se ha promovido abiertamente votar por quienes fueron propuestos por el Poder Ejecutivo, bajo el argumento de que así se apoya a la futura presidenta. Este razonamiento distorsiona por completo el espíritu de la división de poderes y busca perpetuar un solo proyecto político, debilitando aún más los contrapesos institucionales.
La elección del 1 de junio para renovar el Poder Judicial ha generado controversia, ya que aunque se presenta como un proceso democrático, en realidad los votantes no serán los ciudadanos comunes, sino actores con poder dentro del movimiento oficialista (la 4T), como Morena, gobiernos estatales, sindicatos y empresarios aliados.
La lucha más importante es por la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Tres ministras cercanas al oficialismo —Yasmín Esquivel, Lenia Batres y Loretta Ortiz— compiten por ese puesto clave. Las tres buscan la aprobación de la presidenta electa Claudia Sheinbaum. Sin embargo, esta rivalidad es intensa: no se llevan bien entre ellas, dos incluso se detestan, y cada una intenta no solo ganar, sino evitar que las otras lo logren.
Así, la elección de ministros de la Suprema Corte ha degenerado en un espectáculo bochornoso. Lenia Batres, autoproclamada «ministra del pueblo», cuya ignorancia jurídica ha sido señalada, abandonó sesiones clave para hacer campaña en Tlalpan, donde se jactó de su cercanía con la gente mientras ignoraba asuntos pendientes en la Corte.
Loretta Ortiz, otra aspirante, optó por el respaldo de sindicatos como el SME y La Cruz Azul, organizando actos donde se autodenominó «una chulada de ministra». Aunque asegura no gastar en campaña, sus eventos —con micrófonos, bocinas y porras— requieren fondos que nadie audita. Mientras tanto, Yasmín Esquivel, cuya carrera está manchada por el plagio de sus tesis de licenciatura y posgrado, promete «transformar la justicia» desde un mitin en Ecatepec, respaldada por el SNTE y llegando 40 minutos tarde. Lo peor es que cualquiera de estas tres ministras puede encabezar la próxima Suprema Corte de Justicia.
En Veracruz, el descaro llega al extremo. Lisbeth Aurelia Jiménez Aguirre, magistrada presidenta del Tribunal Superior de Justicia, utiliza recursos públicos y amenazas para asegurar su reelección.
En reuniones clandestinas en Banderilla, obligó a servidores públicos a acarrear votantes bajo la advertencia de perder sus empleos. «Voten por mí, y seguiré como presidenta», exigió, priorizando su ambición sobre los 212 municipios que enfrentan elecciones locales. Su planilla, repleta de candidatos en conflicto de intereses, expone cómo el poder judicial se reduce a un juego de favores y lealtades políticas.
En suma, participar en esta consulta no garantiza justicia ni democracia; más bien, podría significar un paso hacia la concentración del poder. No votar, en este caso, también puede ser una forma legítima y consciente de rechazar un proceso que no ofrece garantías ni respeto al principio de independencia judicial.
Votar el 1 de junio no es ejercer un derecho: es avalar un sistema donde campañas judiciales, corrupción y opacidad se normalizan. Las ministras en contienda —Batres, Ortiz, Esquivel— ya demostraron que su prioridad no es la justicia, sino el poder. Veracruz es solo un ejemplo de cómo esta reforma profundiza el clientelismo.
México merece un Poder Judicial independiente, no uno secuestrado por slogans y el partido en el poder. Abstenerse no es indiferencia: es un acto de resistencia ante un proceso que convierte la justicia en mercancía electoral.
Personalmente siempre he creído en la democracia. He participado con responsabilidad cada vez que se me ha llamado a las urnas o a apoyar proyectos políticos en los que se privilegia el bien común. No me ha dado pereza ni me he escudado en excusas. Votar, participar, para mí, ha sido un acto de convicción, de compromiso y de esperanza. Pero esta vez no será así.
Este 1 de junio no voy a votar. Y no es porque me dé igual lo que ocurra en el país. No voy a votar porque me niego a legitimar una consulta que desde su origen está plagada de opacidad, imposiciones y simulación. Me niego a ser parte de un teatro donde la “elección” de jueces, magistrados y ministros no tiene las mínimas condiciones para ser un ejercicio libre e informado.
¿Cómo participar en una elección diseñada para favorecer a quienes ya fueron propuestos desde el poder? Eso no es democracia, es maquillaje. Es usar la palabra “pueblo” como disfraz para consolidar un control cada vez más vertical y peligroso.
Yo no me voy a prestar a eso. No me voy a formar en una fila para entregar mi voto a un sistema que busca concentrar más poder, debilitando los contrapesos y la independencia judicial. No lo haré porque quiero un país más justo, no uno donde los jueces estén al servicio de un partido político.
No votaré, no por resignación, sino por firmeza. Porque el silencio, a veces, pesa más que el ruido de las urnas. Porque ausentarme de esta consulta es mi manera de decir: “así no”. Así no se construye justicia. Así no se fortalece una república.
Sé que habrá quienes me juzguen, quienes digan que “si no voto, no tengo derecho a opinar”. Pero creo que justamente estoy opinando, desde un lugar más claro y honesto. Mi voto es no legitimar. Mi protesta es no avalar una farsa.