«Si las elecciones las organizara la Secretaría de Gobernación, como en cualquier país normal, las casillas abrirían a las 8 am en punto». Así tuitea un mexicano sin memoria. Sin entendimiento o reconocimiento del México que fue, del cual venimos y que tanto esfuerzo costó cambiar.
Años de marchas y movilizaciones, denuncias y exigencias, negociaciones y las reformas que trajeron consigo. Años de vivir bajo el yugo de un partido hegemónico que organizaba las elecciones y se beneficiaba de hacerlo en su favor. Décadas de conjugar el vocabulario del fraude, aprender el significado de «urna embarazada, ratón loco, carrusel, caída del sistema, mapache», y entender los vocablos que describían el comportamiento del PRI. El partido que era también gobierno y forma de vida, al frente de una democracia simulada, en la cual la oposición podía competir pero pocas veces ganar. Así fue el país, y es ahí a donde AMLO nos querría regresar.
Él y sus seguidores convenientemente olvidan que llegaron al poder por lo que miles de mexicanos -de izquierda y derecha- hicieron para desmantelar el sistema de partido hegemónico. Y eso hubiera sido imposible sin una autoridad electoral autónoma, ciudadanizada, desvinculada de Gobernación y sus dictados. La Presidencia de López Obrador habría sido impensable sin las luchas que se dieron para construir lo que hoy algunos buscan destruir: la tinta indeleble, los funcionarios de casilla insaculados, las urnas transparentes, el voto secreto, las boletas numeradas, el padrón confiable, la legislación restrictiva que prohíbe al Presidente intervenir a favor de su partido porque eso desnivelaba -y desnivela- el terreno de juego. Elecciones organizadas, vigiladas y reportadas por personas de a pie. Ciudadanos comunes y corrientes, convocados a hacer lo que el gobierno antes hacía para quedarse siempre con el poder.
Los herederos de la generación de la transición, de la que formo parte. Aquí, ahora, con algunas arrugas y muchas canas, sabemos lo que estaba en juego y se podría perder. Aquello que nos motivó a salir a las calles, a ser observadores electorales, a participar con Alianza Cívica, a exhibir las tropelías priistas cometidas elección tras elección, a exigir reformas para acabar con el sistema de partido prácticamente único. Porque eso cambió, la izquierda ganó. Porque eso se modificó, el PRI perdió la Presidencia. Se abrió la esperanza de darle vida y significado a la democracia, que el priismo presumía pero en realidad no existía. Se habilitó la posibilidad de un reparto más justo y ciudadano del poder. Ahora AMLO amenaza con clausurar las conquistas de toda una generación, porque le parece que el INE es caro, Lorenzo Córdova es un traidor, y se puede confiar en su gobierno para organizar elecciones imparciales. El zorro cuidando a las gallinas. Morena mimetizando al priismo que lo gestó.
No podemos y no debemos permitir que AMLO cruce esa línea. Al margen de los múltiples errores históricos y coyunturales de la autoridad electoral, habrá que defender su existencia. Al margen de los pleitos personales y los enconos presidenciales, el INE -con sus fallas corregibles- es de todos. No le pertenece a Mario Delgado o a Olga Sánchez Cordero o a Félix Salgado Macedonio o a López Obrador. Ha sido «la joya de la corona» y por eso la ciudadanía confía más en la autoridad electoral que en el juicio presidencial. Al margen de ganadores y perdedores en esta elección, habrá que exorcizar las malas artes y las trampas retóricas que buscan extinguirlo. Que buscan someterlo a los dictados de un Tlatoani providencial, empeñado en sustituir oro por espejitos, autonomía por sumisión, independencia por absorción.
En una elección caracterizada por la innoble tarea de escoger la fruta menos podrida en el mercado, u optar entre reciclados y malolientes, asoma algo esperanzador. Las largas colas afuera de las casillas. El compromiso colectivo de apostar a la institucionalidad por encima de la arbitrariedad. La seriedad de los ciudadanos convertidos en funcionarios electorales por un día. Eso es lo rescatable, lo aplaudible, lo que nos une a pesar de filias y fobias. El acuerdo fundacional para que México dejara de ser la dictadura perfecta y pudiera transitar hacia la democracia, con todas sus imperfecciones. Ese sueño sigue vivo, pero lamentablemente no es el sueño de Andrés.