Desde MORENA se categoriza al discurso de sus opositores como “clasista y racista”, términos inducidos al debate nacional sin duda con intenciones políticas y auténticamente polarizantes al colocar a “los conservadores” en el ángulo de los privilegiados y a los económicamente desfavorecidos en el lado opuesto, allí donde navega y pesca adeptos a través de programas sociales de acentuado color asistencialista. No es buen signo esa geometría cimentada en la polarización, tampoco poner a la clase media mexicana en el centro de la atracción ni denostarla como egoísta o aspiracionista. Aunque en el fondo de esa discrepancia “clasista” destaca el diagnóstico: en 2012 la clase media apoyaba la precandidatura de Marcelo Ebrard por el PRD, desistió porque AMLO insistía en su postulación pues contaba con el apoyo conseguido en sus puebladas por todo el país. En aquella elección las clases medias todavía creían en el PAN y en el PRI, al que favorecieron con Peña Nieto. El desastroso gobierno de este último defraudó la confianza de ese importante segmento poblacional, que decidió volcarse a favor de AMLO en 2018. No es lucha racista, pero tiene tufo clasista, ahora mismo en que Ebrard pierde vuelo y está a punto de ser atropellado por la Línea 12 del Metro.