Abrir la sucesión presidencial fue una buena estrategia para prestarle sus alas a Claudia Sheinbaum, a quien quiere heredar su despacho en Palacio Nacional. Pero al no crecer frente a otros suspirantes a la candidatura presidencial de Morena, la estrategia está haciendo agua y el presidente Andrés Manuel López Obrador está perdiendo el control del proceso que detonó. A la rigidez que pretendió imponer en el manejo de la sucesión, le está pasando lo mismo que a una regla rígida, un fuerte golpe al centro la parte.
El golpe es la estatura política de Sheinbaum, que no crece pese al impulso de López Obrador ante algunos de sus adversarios, semioficiales, como el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard; rebeldes, como el coordinador de Morena en el Senado, Ricardo Monreal; o que han adquirido fuerza en la medida que el Presidente les delega poder, como Adán Augusto López, secretario de Gobernación. Sheinbaum es la candidata designada hasta este momento, y su debilidad, fortaleciendo a sus adversarios cosméticos, puede convertirlos en rivales reales.
Ebrard comenzó informalmente su camino a la candidatura en julio del año pasado, cuando reunió a 100 colaboradores en una comida para informarles su decisión, que fue el punto de partida para que se crearan diversos grupos de trabajo que fueran construyéndola. El canciller aprovechó la puerta que abrió López Obrador en una mañanera para tomarle la palabra, pero hasta este año pasó del discurso a los hechos, de lo pasivo a lo activo. Comenzó al participar en un mitin del candidato a gobernador de Hidalgo Julio Menchaca y ha seguido hablando con líderes políticos para buscar su respaldo.
El último fue el gobernador de Puebla, Miguel Barbosa, a quien reclutó para que fuera uno de sus recaudadores para la precampaña. Barbosa se mostró deseoso de hacerlo, incluso, con recursos estatales. La posición de Barbosa llegó a oídos del presidente López Obrador, a quien no le gustó lo sucedido. Una cosa era autorizar a Ebrard a que hiciera campaña, y otra a que realmente empezara a hacer campaña. López Obrador ordenó que hablaran con el gobernador para expresarle la molestia del Presidente.
Los vacíos políticos se están llenando en Morena, y uno de los que están aprovechando los huecos que deja Sheinbaum es Monreal, sabedor de que la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, aunque es a quien quiere López Obrador que lo suceda, también es la que más problemas está teniendo para encontrar una voz, presencia y credibilidad. El senador ha estado buscando audiencia con el Presidente para hablar de sus aspiraciones, pero por lo mismo, López Obrador no ha querido recibirlo, conversando con él sólo cuando lo manda llamar para tratarle un tema de su interés.
Monreal, que no tiene acceso directo con el Presidente, ha utilizado el conducto del influyente secretario particular de López Obrador, Alejandro Esquer, para hacerle llegar el mensaje de su deseo de verlo para exponerle su determinación a buscar la candidatura presidencial de Morena. Si al Presidente no le gustó la actitud de Barbosa, menos aún la de Monreal, con quien ha tenido fuertes desencuentros, aunque en las últimas semanas, por razones coyunturales de agenda parlamentaria e interés particular de López Obrador sobre iniciativas que requieren mayoría calificada, pidió al secretario de Gobernación que lo buscara y arropara. Era mejor tenerlo cerca que empujarlo a la salida del partido y crear un nuevo adversario para 2024.
López Obrador parece haberse dado cuenta de que la sucesión tutelada desde la mañanera ya no le alcanza para evitar fisuras internas que se podrán convertir en fracturas. Su palabra tampoco ha tenido la fuerza para contener a los suspirantes, que en sus aspiraciones están tomando protagonismos que pueden empezar a rivalizar con los reflectores que siempre quiere acaparar el Presidente. El líder de Morena, Mario Delgado, no tiene ni la fuerza ni la capacidad para ser interlocutor real de Ebrard –de quien es hechura– o Monreal. El secretario de Gobernación tampoco entrará a la contención de los dos si el Presidente no se lo instruye.
De cualquier forma, López Obrador no se lo pedirá. Él es quien quiere controlar la sucesión presidencial, y está revisando el cómo tomar el control total de Morena para administrar el proceso y, asimismo, evitar que las candidaturas en otros niveles sigan por la ruta de la colisión, como ha sucedido en los diversos procesos electorales que le encargó a Delgado. Lo que pretende hacer el Presidente, que es lo que planteó implícitamente desde que abrió la baraja sucesoria tras las elecciones federales el año pasado, es una sucesión tutelada.
Este modelo de control en la dirección del rumbo de las cosas no es nada nuevo. Se practicó en Atenas en el siglo IV antes de Cristo y ha sobrevivido por casi 2 mil 500 años. Por ejemplo, una democracia tutelada es la del Colegio Electoral en Estados Unidos, que puede modificar el voto popular si considera que fue equivocado. El presidente Donald Trump quiso edificar sobre su influencia en la extrema derecha una democracia tutelada que se frustró por la falta de cohesión en su propio gobierno, y por lo atroz del asalto al Capitolio en febrero del año pasado.
López Obrador pretende una sucesión tutelada, incluso provocando a la oposición al enlistar a sus posibles candidatos para la Presidencia. No le alcanza para imponer el candidato de la oposición, y tampoco está claro si le alcanza para evitar las fracturas en Morena y, por consiguiente, la diáspora de facciones del partido hacia las candidaturas de los suspirantes. Hasta ahora, Sheinbaum mantiene el respaldo del voto duro de López Obrador, pero la jefa de Gobierno capitalina no crecerá más, por lo que el Presidente tiene que tomar el control del partido, como lo hará, e instalar los frenos a los suspirantes. De otra forma, quizás no sólo pierda el manejo de la sucesión, sino el poder tras el poder.