En el marco del Día del Maestro, el presidente Andrés Manuel López Obrador definió lo que contendrán los nuevos libros de texto gratuitos. Fue de terror lo que dijo, y será peor si consuma su propósito. Sin decirlo claramente, su apuesta será enfocar la educación en la moralidad, relegando el conocimiento, anteponiendo el deber ser contra lo que sienta las bases para el desarrollo. Quiere un país de amor fraterno para el futuro mexicano, lo cual es tan loable como ingenuo. No se le puede criticar por soñador, pero como arquitecto incansable de una ensoñación, en él caerá la responsabilidad del retroceso nacional.
De no ser porque López Obrador ha sido muy congruente con el paso de los años y muy consistente en sus dichos y hechos, podría pensarse que buscar erigir un país donde la precariedad fuera parte de un proyecto político para tener una población mediatizada, enajenada por su palabra y alimentada por dinero fácil y sin control, en el esquema de programas sociales. Pero lo que tenemos en cambio es algo peor, porque lo primero significaría una inteligencia estratégica, pero lo que tenemos es un cambio a partir de sus creencias, moldeado por su cristianismo, hipócrita muchas veces, pero motor de sus acciones.
No es un mesías, como lo han llamado, sino un ayatola, como los iraníes, fundamentalista, inmerso absolutamente en la política, intentando crear un Estado republicano y teocrático. Su estructura mental es vieja. Desde que irrumpió en la escena pública nacional, su discurso binario ha sido siempre el de los buenos y los malos, los pobres y los ricos, lo blanco y lo negro, los fieles y los infieles. Criticado por su maniqueísmo, pocos atendieron que ese discurso entraba como la humedad en la cultura católica mexicana, cuya consistencia le dio la fuerza para impulsarlo a la presidencia.
Pero un discurso fuera del poder no es lo mismo que desde el poder, sobre todo si su pensamiento es consistente con su actuar. Hay cosas que son tangibles, como sus megaobras, que incluso, como él lo hizo con las de sus antecesores, podrían ser canceladas y tiradas a la basura por quienes lo sucedan. Pero hay otras que permanecen y que construyen formación, cultura y futuro. La educación es su base, y el primer piso es la primaria, donde los libros de texto gratuitos sufrirán una transformación trascendental.
Así se refirió a ellos este domingo:
“No queremos ya estar en ese periodo llamado neoliberal o neoporfirista, ahora queremos una formación orientada al humanismo. Que nada humano nos sea extraño; que en todos los libros, aunque se trata de ciencias naturales, haya un tronco común dedicado al humanismo, a las ciencias sociales. Que primero nos formemos como buenos seres humanos, como buenos ciudadanos y luego ya buenos científicos, eminencias, pero que no abandonemos nuestro humanismo”.
“No queremos inventores de bombas atómicas, no. Queremos creadores de fraternidad, queremos maestros que enseñen a alumnos que van a ser buenos ciudadanos, que van a ser fraternos, que van a practicar el amor al prójimo, porque lo que buscamos en la cuarta transformación es una sociedad mejor, una sociedad más justa, más humana, más fraterna, por eso los cambios en los contenidos educativos”.
El ideal es inobjetable; su aplicación una quimera. Lo primero es lo más obvio de sus contradicciones, al romper diariamente la fraternidad al dividir a la nación desde Palacio Nacional, que pese a ser una estrategia político-electoral, no deja de contraponerse a su discurso. Pero esto no importa, porque a pocos interesa en el país lo que diga en las mañanas. Es un discurso para las élites, que son sus destinatarias. Lo relevante es lo que deja entrever, al anteponer el amor al prójimo al conocimiento. Congruente una vez más con sus políticas públicas, este fundamentalismo explica, por ejemplo, su desdén por la educación superior y su estrategia de reconvertir criminales en individuos buenos.
López Obrador piensa que con dinero de programas sociales los va a llevar al lado de la legalidad, pensando, como lo dice correctamente, que nadie es malo de nacimiento, sino son las condiciones las que lo pervierten. Pero no modifica las condiciones para que eso cambie, y ni siquiera lo intenta estructuralmente. Cuántos de los jóvenes receptores de sus programas sociales, por ejemplo, ¿siguen siendo halcones o sicarios? Sin estadísticas que lo midan, se puede alegar por los niveles de violencia que su apuesta ha fallado. Y sin embargo, en lugar de revisar lo hecho, apuntala sus creencias.
Plantea la formación de buenos ciudadanos a partir de un adoctrinamiento en las primarias, pero esas enseñanzas se evaporarán tan pronto regresen los niños a sus casas con familias disfuncionales y cuyo entorno favorece al más fuerte, al más violento y al criminal. La aspiración de inyectar humanismo sustentado en el deber ser sin construir las condiciones permanentes para ello –fundamentalmente a través de la seguridad– va encaminada al fracaso. Y esa derrota anticipada tiene consecuencias.
Para lograr lo que quiere el Presidente se modificará el énfasis en la educación, relegando a segundo término el conocimiento. Olvida o ignora que el motor del desarrollo en el sureste asiático fue la educación, donde se combinaba el humanismo con el conocimiento. El humanismo proporcionó los valores, pero el conocimiento los sacó de la pobreza, cambió las condiciones estructurales y los llevó a tener economías avanzadas. Junto con ello se fue construyendo un Estado de derecho reforzado con una cultura de respeto y aplicación de leyes. No excluyeron uno para priorizar el otro, como quiere reduccionistamente López Obrador.
La fraternidad no se alcanza en una sociedad cada vez más desigual, que es lo que el Presidente está proponiendo con el fundamentalismo religioso que impacta sus acciones y decisiones. Si logra su objetivo abrirá la brecha y lastimará a quien más quiere proteger, los que menos tienen. Afortunadamente, no tiene tiempo para cambiar una cultura, y quien lo releve, si actúa con sensatez, corregirá el rumbo del desastre anunciado.