La corrupción es una variante del crimen organizado: quienes participan de ella aprovechan, desafían o se montan en las debilidades del Estado para acumular poder o dinero, o las dos cosas, mediante la apropiación abusiva de lo que les pertenece a otros. Y tal como sucede con los cárteles que se organizan para incrementar con violencia su propia riqueza, resulta insuficiente enfrentarlos y castigarlos —aunque sea necesario y jurídicamente ineludible— sin modificar las causas que hacen posibles sus crímenes.
Me llama la atención —y francamente me enfada— que esa relación básica de causa y efecto no haya sido comprendida a cabalidad por nuestro gobierno para atajar ambas patologías: el crimen organizado y la corrupción, a pesar de su parecido. De un lado, se dice que se están modificando las causas sociales que favorecen el crimen, pero se baja la guardia para impedir sus efectos (abrazos y no balazos); y del otro, se persigue selectivamente a los corruptos más poderosos, mientras se dejan intactas las causas que producen ese fenómeno.
En lugar de modificar esas causas, se ha dicho que el combate a la corrupción es una lucha de personas honestas contra corruptas —como si unas y otras tuvieran inscrito en el ADN esa condición— y también se ha repetido que el antídoto ideal es la austeridad, como si la corrupción fuera equivalente al boato y al despilfarro y no fuera, como es, la apropiación ilegal y abusiva de lo público para fines políticos o financieros. Entiendo que esas confusiones han sido mediáticamente muy provechosas para fingir que se triunfa cada vez que se acusa a otro corrupto famoso —el corrupto de la semana— y cada vez que se elimina otro presupuesto, pero lo cierto es que la corrupción sigue infestando la vida pública del país.
Y no sólo sigue siendo así, sino que además el reparto político de puestos por cuotas y cuates, el uso discrecional del dinero público y la opacidad estratégica han ido cobrando carta de legitimidad política, bajo el argumento de que “no somos iguales”. En el “Informe sobre el combate a la corrupción en México” (www.combatealacorrupción.mx) recién publicado por el Instituto de Investigaciones en Rendición de Cuentas, no sólo hay más de 970 mil registros cotejados con fuentes oficiales que prueban la prevalencia de esas tres formas clásicas de captura del Estado —que constituyen en cualquier parte del mundo las causas principales de la corrupción—, sino que además se muestra con nitidez que tampoco se castiga con eficacia a quienes se orquestan para hacerse de más dinero o más poder público.
A pesar de la existencia de las leyes y las instituciones que están vigentes en la Constitución desde el 2015, ni el gobierno de Peña Nieto ni el de López Obrador les han permitido cumplir con sus cometidos: el primero boicoteó abiertamente el nacimiento del Sistema Nacional Anticorrupción y el segundo lo ha desdeñado y procrastinado. Empero, como dirían los jóvenes, ese sistema es un avión: tiene todo lo necesario para que el Estado mexicano destruya las bases de las redes de corrupción; pero es un avión estacionado que ha caído en desuso y empieza a oxidarse deliberadamente, mientras los corruptos festejan y promueven nuevas reformas para patear el problema hacia el futuro, en vez de enfrentarlo con los medios que ya tenemos.
Tras estudiar con detalle la información que se reúne en el informe citado, derivado de mil siete solicitudes de información oficial, no albergo la más mínima duda de que debemos seguir luchando por hacer despegar ese avión, que nos pertenece. Es absurdo seguir haciendo lo mismo que antes —repartir puestos, contratos, datos y castigos a modo—, alegando que todo eso es indispensable para dejar de hacer lo mismo que antes.