domingo, diciembre 22, 2024

¿Cómo será México al terminar el sexenio?

¿Cuál será el legado institucional del presidente López Obrador? Cuando termine el sexenio será imprescindible responder con puntualidad esa pregunta directa y reconocer si efectivamente asistimos a una transformación definitiva de la vida pública del país. Para estar a la altura de su promesa y su sello, tendría que ser evidente que el cambio fue tan profundo como los que trajeron la Independencia, la Reforma o la Revolución.

Se dirá que todavía es muy temprano para formularla, porque faltan más de dos años antes de que concluya el periodo presidencial. Sin embargo, las instituciones que arraigan las mudanzas de fondo no se levantan como obras públicas ni se consolidan en dos días. Y no existe ninguna posibilidad de que la transformación ofrecida prospere —de haberla— si depende de la vida de una sola persona.

No hay cambio histórico sin instituciones capaces de darle contenido y sentido: aún sin Hidalgo, sin Juárez y sin Madero —por mencionar solamente a los tres líderes principales— aquellos movimientos emblemáticos trascendieron porque modificaron las reglas fundamentales del sistema político que los vio nacer (más que por la heroica biografía de sus próceres). Si hubiesen dependido de la existencia de aquellos héroes, la Independencia habría fracasado tras la muerte de Hidalgo, la Reforma se habría hundido en 1872 y la Revolución se habría extinguido tras la Decena Trágica. Así que, dada la grandilocuencia del proyecto político que está en curso, debemos preguntarnos: ¿cómo será México al terminar el sexenio? ¿Qué instituciones prevalecerán de la llamada Cuarta Transformación?

No sobra recordar que las instituciones son las reglas que organizan la convivencia social y, en ese sentido, se reconocen por tres condiciones básicas: (i) no dependen de la voluntad o de los humores de un individuo; conceden autoridad y distribuyen responsabilidades, eso sí, pero no en función de caprichos ni de ocurrencias; (ii) ofrecen certidumbre, porque todo el mundo sabe a lo que se atiene y todos pueden anticipar las consecuencias de su conducta; y (iii) ofrecen estabilidad y sentido de largo aliento: no se modifican con el paso del viento. Por lo demás, son inexorables: existen en todo grupo social —escritas o no escritas—, pues de lo contrario viviríamos como animales salvajes, en una guerra constante de todos contra todos. Son esas reglas y el sistema de valores en el que se sostienen, las que definen el contenido y el curso de una civilización.

Por esas razones, no veo en el futuro inmediato de México una mudanza que pueda anular y sobreponerse a las reglas que poco a poco (y a duras penas) nos fuimos dando a lo largo del Siglo XXI para distribuir el poder por medio del voto, entre distintas opciones y programas políticos; para exigir que los gobiernos sean sometidos al escrutinio público a través del derecho de acceso a la información y la transparencia; y para contar con los medios indispensables para reclamar que el dinero público se utilice siempre e invariablemente para fines igualmente públicos, basados en los derechos que establece la Constitución. He ahí las reglas fundamentales del régimen democrático que —afortunadamente y a pesar de todo— siguen vigentes. Y dudo que puedan ser arrasadas, de plano, en lo queda de este sexenio.

Quizás el mejor legado institucional de este gobierno sea el lema que le dio fuerza a su legitimidad de origen: “por el bien de todos, primero los pobres”; que ese lema, convertido en instituciones y en políticas eficaces, perdure como regla consolidada y como curso de acción para todos los gobiernos siguientes. Pero que no dependa de la voluntad del presidente de turno ni sea utilizado como moneda de cambio para ganar votos. Que perdure, sin condiciones.

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