La degradación de la vida pública está tocando límites insoportables. Empezó por los excesos, la locura, la ambición y los enconos de los políticos profesionales —y siguen ahí, creciendo y arraigándose— pero ya está atravesando por todas las redes de nuestra convivencia. Cada día se añaden nuevos hechos de verdadero salvajismo que nos degradan más y más: feminicidios, masacres, linchamientos, violencia doméstica, violencia callejera, crímenes de odio… A veces siento que el país se está pudriendo y que todos los días se acumula más basura.
Vivimos gobernados por demonios terrenales: el miedo, la pobreza, la impotencia, el odio. Todos han sido creados y acrecentados por nosotros mismos: son hijos legítimos del egoísmo y de la incapacidad para contrarrestarlos con responsabilidad, solidaridad y tolerancia —las virtudes públicas de las que escribió Victoria Camps— y lo peor es que mientras más crece el deterioro, más rabia y más resentimiento se acumulan en nuestras relaciones cotidianas. La mayor parte de la gente vive con miedo: 60 por ciento de los hombres y casi 73 por ciento de las mujeres que habitamos las ciudades principales del país (según los datos del Inegi); la desconfianza es el signo de los tiempos y la impunidad, el rasgo más elocuente del fracaso del Estado.
Hemos puesto la política en manos de profesionales que en vez de asumir y resolver problemas públicos, se han arrogado el papel de periodistas y académicos: hacen declaraciones, descubren causas y denuncian culpables. Olvidan que buscaron el poder y quisieron representar al pueblo para afrontar esos problemas, no sólo para hablar de ellos como víctimas. No me refiero solamente al grupo que gobierna, pues esa mecánica se ha vuelto generalizada: en vez de afrontar los desafíos acumulados con sensatez y pundonor, las oposiciones denuncian al presidente y, de otro lado, cada vez que emerge una nueva agrupación (o que se recicla, inventando nuevos nombres) no hace más que echar más leña al fuego y culpar a otros. Nadie asume nada: siempre son otros los culpables y la solución que ofrecen es aniquilarlos.
El origen y la razón de ser de la política no es la guerra ni la suma de poderes para destruir a todos los demás. Esa es su versión enferma: paranoica —como la caracterizó Elias Canetti— de quienes se sienten superiores y encuentran amenazas y traiciones en todo lo que les rodea. La política es, en cambio, una palabra noble que alude a la convivencia pacífica y organizada de una comunidad que está obligada a compartir su mundo de vida, sin destruirse mutuamente. La política se vuelve en contra de sí misma cuando los representantes populares, rebasados y enfadados, no pueden hacer más que gritar, reclamar y culpar a otros de sus propias impotencias.
Me niego a pensar que dependemos de ellos y que no hay otra salida. Me niego a acumular más nombres como los de Debanhi Escobar, Daniel Picazo, Luz Raquel Padilla, entre cientos de miles más que han sido asesinados, secuestrados, desaparecidos, vejados y violados de muchas formas y de manera cada vez más frecuente y extendida. Si los líderes políticos deciden sumirse en la violencia y la diatriba, allá ellos (pobres diablos que aman el poder, pero no pueden).
Es hora de convocar por otros lados, por todos los que sean posibles, para hablar de paz y civilizar la convivencia desde abajo y desde dentro. México no merece convertirse en un país de salvajes y caníbales. Si a los gobernantes no les gusta la sociedad civil, ni la autonomía, ni el ejercicio de la libertad, ni la exigencia colectiva, ni el respeto al derecho ajeno, es porque su liderazgo depende de imponer su propia voz, agrediendo, sometiendo o corrompiendo. Basta ya: tenemos que frenar esta degradación. Alguien me escucha.
Investigador de la Universidad de Guadalajara