A Nacho Marván, in memoriam
Hace poco más de cuatro años, hubo una rebelión electoral en el país. Marcados por una profunda huella de dolor, treinta millones de electores salieron a las urnas para defenestrar a la clase política que gobernó durante los primeros lustros de este Siglo e inyectar a México un nuevo aliento de esperanza: de manera democrática y pacífica, la gran mayoría le otorgó los mandos al líder que ofreció desterrar la corrupción, erradicar los privilegios, hacer cumplir los derechos y las leyes, respaldar siempre a los más pobres y garantizar la paz de la república. Eso sucedió el 1 de julio del 2018.
Empero, al llegar el mes de agosto del 2022, ese mismo lapso de cuatro años vuelve convertido en dato recurrente, como si fuera un estribillo de nuestras ilusiones traicionadas. Un estudio reciente de la Universidad de California en Los Ángeles —dirigido por Patrik Heuveline y reproducido en varios medios— nos dice, por ejemplo, que la esperanza de vida en México ha disminuido cuatro años: hasta 2019, un niño recién nacido tenía una expectativa de vida de 72 años y una niña, de 78; hoy, la esperanza de los primeros ha caído a los 68 años y de las segundas, a los 74. En todo el mundo, la pandemia redujo la esperanza de vivir más tiempo. Pero sólo en ocho países se perdieron cuatro años o más; y entre ellos, México.
Otros estudios —publicados por la UNAM— nos informan que el rezago educativo acumulado en este lapso ha sido, también, de cuatro años. Más de cinco millones de personas abandonaron los estudios en el ciclo escolar 2020-2021 y aunque ese dato es parte de los efectos devastadores que ha tenido la pandemia, también sabemos, con certeza, que la deserción y la pérdida de estudios es, a un tiempo, causa y consecuencia de la pobreza que sigue lastimando a las personas más vulnerables del país. A la pérdida de cuatro años de esperanza de vivir, se suma la de estudiar cuatro años menos.
Por otra parte, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) ha calculado que este año podrían caer en pobreza otras 2 millones y medio de personas. Entre el 2008 y el 2018 —y a pesar de todos los errores y de los abusos cometidos en aquel periodo—, la población en situación de pobreza había disminuido del 44.4 por ciento al 41.9, pero al final del 2022 —cuatro años después— habremos vuelto a las cifras que teníamos cuando el Coneval empezó a medir las carencias multidimensionales y no sólo la distribución de los ingresos.
Lamentablemente, a esta lista debe añadirse el acceso a los servicios de salud y la distribución de medicamentos e insumos médicos en las instituciones públicas: en el mejor de los casos, al concluir el 2022 habremos vuelto a los niveles que teníamos en el 2018 —como revelan los datos publicados en www.cerodesabasto.org— y, en el peor, no será sino hasta el final de este sexenio cuando hayamos recuperado todos estos años, en los que más de 50 millones de recetas médicas habrán quedado sin surtir por el Estado.
No tengo ninguna duda sobre el dolor que estos datos deben causarle al presidente que se propuso cambiar la historia; tampoco ignoro la profundidad de la crisis global que explica algo de eso y que arrastra a todo el mundo. Suponer que se han perdido cuatro años como estrategia maquiavélica para acumular poder en un solo hombre es una tontería monumental: ningún jefe de Estado es enemigo de su propia obra; y a estas alturas, nadie debería escatimarle el triunfo del argumento igualitario.
Pero las palabras no suplen a los hechos. Afirmar que el país está atravesando por su mejor momento y que todas las decisiones deben mantenerse intactas ya sería no sólo obtuso sino abyecto. No. México no sólo ha sido víctima del mundo sino de la ambición, de la impericia y los prejuicios de quienes lo gobiernan.