El carnaval diario despliega la cortina de la irresponsabilidad. El hombre que mayor poder ha acumulado en las últimas décadas evade cualquier responsabilidad en la marcha de su propio gobierno. No hay error que se reconozca, no hay dato desfavorable que admita, no hay crítica que merezca atención. Solo la adulación es aceptable. Cuando se pone en evidencia el error, el abuso, la traición a la promesa, la incongruencia entre lo dicho y lo hecho, las respuestas repiten un manojo de excusas. Es culpa de los de antes; yo tengo otra información, quien critica es un malvado. Culpar al pasado, negar la realidad, demonizar al crítico.
Por ese cinismo hermético el gobierno puede mantener en sus puestos a los responsables de la política sanitaria del país. Siguen ocupando sus oficinas el Secretario y el Subsecretario de Salud que tanto daño le han hecho a la salud pública. Los resultados de su gestión son indefendibles. Su estrategia ha sido un fracaso monumental, pero toman el micrófono semanalmente como si no fueran responsables de una catástrofe histórica.
Julio Frenk y Octavio Gómez Dantés publicaban hace unos meses en la revista Nexos un recuento de las terribles regresiones en la política sanitaria (”Fracturas de la salud pública”, marzo de 2022). Queriendo romper la herencia maldita del “neoliberalismo”, fundándose en unas cuantas frases hechas, el gobierno buscó un cambio sin un diagnóstico preciso y sin una estrategia sensata. Esa mezcla de improvisación e ideologización destruyó un sistema en el momento en que más se necesitaba. Políticas mal concebidas y mal ejecutadas han tenido efectos concretos y medibles. A juicio de los expertos en salud pública, el impacto de estas decisiones no puede esconderse. La esperanza de vida en el país se ha reducido; la desigualdad ha aumentado; el riesgo de gastos catastróficos y empobrecedores es mayor que antes; quedamos más vulnerables a la siguiente emergencia sanitaria.
El veredicto de expertos e instituciones internacionales sobre el manejo de la pandemia en nuestro país ha sido unánimemente condenatorio. Enfrentando el mismo reto que todos los países del planeta, México tuvo, objetivamente, uno de los peores desempeños. No hay forma de jugar con los números, de ocultar los datos de la muerte, de manipular gráficas para mirar la desgracia con benevolencia. La política es crucial en una emergencia como la que ha enfrentado el mundo. La pandemia fue, en alguna medida, prueba de liderazgo. El Presidente que presume de popular fue incapaz de emplear su popularidad para el bien público. Admirándose frente al espejo, condujo (es un decir) una de las peores estrategias sanitarias en el mundo, es decir, a una de las estrategias más mortíferas del planeta.
La revista de salud The Lancet, en su informe reciente sobre las lecciones de la pandemia resalta precisamente el impacto del liderazgo. La irresponsabilidad política tiene costos. Andrés Manuel López Obrador, el hombre que a principios de la emergencia sugería abrazarse y continuar la vida como siempre, el gobernante que hablaba del efecto protector de sus amuletos, el político que fue maestro de lo que no debía hacerse muestra la letalidad del liderazgo irresponsable.
El informe “La respuesta de México al Covid-19: Estudio de caso” que coordinó el doctor Jaime Sepúlveda para el Institute for Global Health Sciences, es igualmente demoledor. En términos políticos se cometieron errores gravísimos. No hubo espacios de deliberación para tomar decisiones informadas. Concentrándose el poder de decisión en un grupo minúsculo, no se consultó expertos. Los asuntos técnicos fueron politizados; las acciones no se revisaron cotidianamente para ponderar su impacto. Se marginó a los científicos, se ignoró a las universidades.
Estos errores costaron miles de vidas. Las instituciones internacionales nos revelan, en estudio tras estudio, que nuestro país fue uno de los países con mayor cantidad de muertos por millón durante la pandemia. La estrategia sanitaria fue un fracaso rotundo. Un inocultable fracaso que costó miles y miles de vidas. Ha dicho el Presidente que, en política, los errores pueden ser crímenes. Creo que la frase debe entenderse como una confesión.