Serpientes y Escaleras
Salvador García Soto
Para el Presidente de la República y titular del Poder Ejecutivo Federal, como para los generales del Ejército Mexicano y los almirantes de la Marina Armada de México, no hay nada más obligatorio y mandante que la Constitución General de la República. Ninguna ley o decreto, por supuesto, está por encima de ella; pero tampoco ningún capricho presidencial, ninguna «ideología revolucionaria o transformadora» puede superar a la Carta Magna ni justifica violentar a la máxima ley que existe en la República Mexicana.
La precisión viene a cuento de que hoy en día, a un mes de que comience el quinto año de gobierno, al presidente López Obrador y al general secretario, Luis Cresencio Sandoval, les ha dado por ignorar y violentar el mandato constitucional y lo mismo se niegan a explicar el hackeo y filtración de correos militares, así como su contenido explosivo, como ha hecho el mandatario, que a rendir cuentas ante el poder civil que representa el Congreso de la Unión, a cuyo llamado a comparecer, responden con un soberbio desdén y un desplante del tamaño del que le hizo el general Sandoval a los senadores de la República.
López obrador no sólo permite y tolera la soberbia de los militares —que acaso él mismo fomenta— sino que además protege, pero también censura, a su secretario de la Defensa para evitarle que explique a los mexicanos y a la opinión pública, cómo fue que la dependencia responsable y garante de la Soberanía Nacional, la cuarta oficina o dependencia pública que más presupuesto recibe en este país (111 mmdp), permitió que unos ciberpiratas, ya sean hacktivistas, improvisados o agencias extranjeras, robaran 6 terabytes de información clasificada y de seguridad nacional en correos electrónicos, informes y despachos militares de inteligencia del gobierno mexicano.
Ayer, en su conferencia mañanera, el presidente no permitió que el titular de la Sedena, general Luis Cresencio Sandoval, respondiera a las preguntas de los reporteros sobre lo que ha revelado el brutal e imperdonable hackeo que sufrieron la Defensa Nacional y las áreas de inteligencia militar, en temas como que el Ejército Mexicano sabía que al menos tres gobernadores, Cuauhtémoc Blanco, de Morelos; Cuitláhuac García, de Veracruz, y Enrique Alfaro, de Jalisco, tenían conexiones sospechosas con la delincuencia organizada; o que los militares recibieron informes previos sobre amenazas del crimen organizado para incendiar casas, como ocurrió en Caborca, Sonora, en junio pasado, o de posibles ejecuciones y masacres en estados como Chihuahua u otras entidades del país.
Lo más grave de todo esto, es que lejos de entender que se está hablando de información oficial, de reportes militares de inteligencia reales y oficiales, junto con responsabilidades constitucionales del Ejército y las Fuerzas Armadas, como son proceder cuando detectan o sospechan de algún delito grave, ya sea por corrupción de funcionarios públicos, que de vinculación entre gobernantes y el crimen organizado en entidades federativas, o de la inminencia de peligro y de ataques del narcotráfico y el crimen organizado a población civil, el presidente López Obrador respondió a este tema como si se tratara de otra «campaña y conspiración de sus adversarios», y no de informes oficiales y militares robados a su propio gobierno.
«Aprovechando que está aquí el general secretario no sé si nos pudiera comentar, la Sedena qué hacía con esta información (sobre gobernadores y vínculos con el narco y sobre ataques del crimen organizado a la población) si se la pasaba a los procuradores, si se abrían carpetas de investigación, no sé si nos pudiera dar un comentario», preguntó una reportera ayer en la conferencia presidencial.
Y lejos de su costumbre, de permitir que los titulares de las dependencias federales respondan a las preguntas de la prensa, en temas que competen a sus áreas de responsabilidad, López Obrador impidió que el general Luis Cresencio Sandoval hablara y él mismo se apresuró a responder:
«Pues es que quisieran que les ayudáramos a hacer el caldo gordo, tratando el tema, que fue un rotundo fracaso». «¿El hackeo?», insistió la reportera. «Sí, en general, jajajajaja, pues quisieran que siguiéramos hablando de eso. ¡Nooooo!, que se apliquen y que busquen otro asunto», contestó el presidente, sin dejar que el titular de la Sedena diera explicaciones sobre una información pública que involucra responsabilidades constitucionales para la Defensa.
Es decir, que si el presidente de la República ha decidido, como norma de comportamiento en su gobierno, violentar la Constitución y desconocer la legalidad y el Estado de Derecho —»No me vengan con que la ley es la ley»— entonces esa decisión es norma para los integrantes de su gobierno y de su movimiento político, que se sienten automáticamente validados y autorizados, por un titular del Ejecutivo que actúa bajo la máxima de que «la ley que no me conviene no la reconozco o de plano la cambio».
Y entonces, vemos lo mismo a una gobernante que se brinca las leyes electorales y la Constitución desplegando una abierta y ostentosa campaña política y presidencial, en la que lo mismo paga radio, que televisión, periódicos, redes sociales y operadores de lujo extranjeros, para construir una imagen de presidenciable de la que carecería si no fuera por el dinero público y la complacencia y permiso de su padrino el presidente; que a un general que desaira y desprecia al poder civil del Congreso federal, o a gobernadores que se sienten en libertad de hacer pactos inconfesables con el narcotráfico que gobierna al país.
La gran pregunta que surge ante los niveles de descaro y de cinismo a los que ha llegado el autoritarismo presidencial, es si Andrés Manuel López Obrador, y quienes le acompañan como integrantes de su gobierno, saben que violentar sistemática y conscientemente la Constitución, como una forma de consolidar a un nuevo régimen político, significa asumir responsabilidades constitucionales, legales y en algunos casos penales, que aunque no les puedan ser imputadas y acusadas en el presente, los podrían perseguir y atormentar en el futuro inmediato. Tan inmediato como los 24 meses o dos años que faltan para que se termine este gobierno.