Cuatro años le duró al presidente Andrés Manuel López Obrador su resistencia a dar el golpe final a los «Chapitos», el Cártel del Pacífico cuando fue extraditado a Estados Unidos en 2017 y cedió como se conoce a los hijos de Joaquín Guzmán Loera, el «Chapo», que tomaron su lugar en a las presiones del Gobierno y el Congreso de Estados Unidos. Aunque puede no entender que la crisis del fentanilo tiene como fondo la disputa con China por la hegemonía mundial, sí fue consciente del costo político que le estaba causando en vísperas del año electoral.
El viernes pasado, mientras el país celebraba el Grito, Ovidio Guzmán López fue extraditado a Estados Unidos, donde este lunes aparecerá ante el juez federal de Distrito Norte de Illinois en Chicago, para que escuche las acusaciones en su contra. Es el primero de los cuatro hijos del «Chapo» Guzmán que enfrentará la justicia de ese país por los delitos de tráfico de drogas, lavado de dinero y asesinato, que significa un giro radical en la forma como López Obrador y su gobierno se manejó con el Cártel del Pacífico y en especial con la familia de Guzmán Loera, alterando la opaca relación, en los hechos, con esa facción de la organización trasnacional.
La información sobre qué desencadenó el cambio de política en Palacio Nacional no han trascendido, pero parece claro que fue resultado de la creciente presión para tomar acción contra Ovidio Guzmán López, a quien en 2017 pidió el Gobierno estadounidense su captura con fines de extradición, aportándoles información precisa sobre dónde vivía. La operación realizada en ese entonces fue un fracaso.
La unidad de élite lo detuvo sin un tiro, pero esperó inútilmente la extracción, que nunca llegó. El joven fue liberado por la insistencia del entonces secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, hoy gobernador de Sonora, y el Presidente asumió todo el costo político.
En la medida que fue creciendo la crisis del fentanilo en Estados Unidos, se elevó la presión a México para actuar contra el Cártel del Pacífico y en especial contra el hijo del «Chapo», que retomó su principal actividad en la organización, el tráfico de fentanilo. Una vez más le aportaron información de inteligencia a México sobre dónde se encontraba y presionaron por su captura en vísperas de la visita del presidente Joe Biden a México a principio de año. En Palacio Nacional hubo discusiones sobre si se autorizaba la detención y el sector más duro en torno a López Obrador opinaba que no. Los más experimentados opinaron lo contrario, ante el entorno y el mal clima que se estaba construyendo contra el Gobierno en Washingtons.
El 5 de enero Ovidio Guzmán López, en un intento del Presidente para no seguir antagonizando con Estados Unidos, fue detenido una vez más, por lo que la discusión se volcó hacia la extradición. Mientras los entonces secretarios de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard y de Gobernación, Adán Augusto López, argumentaron que Guzmán López tenía procesos penales en la Fiscalía General, armados después del «culiacanazo», el fiscal Alejandro Gertz Manero recordó que la detención se había originado en la solicitud para extraditarlo en septiembre de 2019. López Obrador decidió que no lo extraditarían y por meses la Fiscalía General operó con jueces de consigna para que le dieran amparos contra la extradición.
La resistencia cambió en agosto. El juez de Control en Almoloya, Rogelio Díaz Villarreal, resolvió que era procedente la extradición y el 1 de septiembre remitió su opinión jurídica a la Secretaría de Relaciones Exteriores para resolverla. Ni la Fiscalía General ni tampoco la defensa de Guzmán López -coincidencia que no deja de llamar la atención-, presentaron nuevas acusaciones o amparos, que habrían aletargado el proceso de extradición y antes de cumplirse el plazo de 20 días, lo pusieron en un avión y lo despacharon a Chicago. Lo que se hizo fue lo mismo que debió haber pasado en octubre de 2019, pero la incapacidad de analizar estratégicamente lo que estaba sucediendo en ese entonces sólo trajo desprestigio para el Presidente y la percepción en México y Estados Unidos de tener una relación inconfesable con el Cártel del Pacífico.
Ese viernes, un nuevo juego comenzó en México en materia de cooperación bilateral sobre seguridad, donde el gobierno de López Obrador ha sido forzado para ir cediendo en su férrea defensa, no explícita, de los «Chapitos», sobre quienes se enfocaron los trabajos de la DEA, el FBI y el Departamento de Seguridad Territorial desde que su padre fue sentenciado a cadena perpetua en 2019.
La resistencia para extraditar a Guzmán López, a quien consideran el principal introductor de fentanilo a Estados Unidos, había desencadenado presiones públicas desde Washington. En diversas audiencias senatoriales, el discurso de los funcionarios de la Administración Biden cambió en forma y tono, e internamente también se modificaron las estrategias dentro del Gobierno de Estados Unidos. Asimismo, todas las agencias que perseguían a los «Chapitos» dejaron de pelear y unieron sus esfuerzos contra ese grupo, que es la razón por la cual el juicio se llevará en Chicago y no en Nueva York, Washington o San Diego, donde también han sido acusados.
Los «Chapitos» habían sido infiltrados en 2021 por una unidad de la División de Operaciones Especiales de la DEA, llamado Grupo 959, que toma su nombre del Código Penal de Estados Unidos que le da a la DEA jurisdicción extraterritorial para investigar y castigar delitos relacionados con drogas vinculadas a Estados Unidos, aunque no se hubieran cometido los delitos en su territorio. La unidad obtuvo información de primera mano sobre el tráfico de fentanilo a Estados Unidos y se puede conjeturar, de las redes de protección institucional en México.
Seguir con la protección tangible de los «Chapitos», fuera por omisión o comisión, parecía demasiado riesgo para López Obrador, cuya pasividad ante el Cártel del Pacífico lucía proporcional a su expansión transnacional. Cambiar los términos, cooperar con Washington y empezar a entregárselos, debió concluir el Presidente era la mejor opción posible.