El gran peligro para México en las elecciones de 2024 es el crimen organizado. El cáncer que tuvo una metástasis acelerada en los últimos cinco años amenaza la democracia y la sociedad. Las elecciones han sido excesivamente violentas desde 2018, y la descomposición institucional y la ruptura del contrato social nos han llevado a nuevos estadios. Desde 2022 la violencia política ha tenido un incremento galopante al compararse con los cinco años previos, de acuerdo con el proyecto Votar entre Balas, de Data Cívica. Y políticamente hablando, 2023 fue el año más sangriento para los políticos.
Con 574 eventos registrados, que superaron en casi 100 los de 2022, el año pasado fue brutal para la clase política, sobre todo en Guerrero, un estado tomado por el crimen organizado ante la incompetencia del gobierno y las complicidades de algunos funcionarios con la delincuencia; en Veracruz, donde hay otro gobierno profundamente inepto; en Guanajuato, donde la guerra por el control del huachicol no cesa, y en Oaxaca, infectado hace tiempo por el Cártel de Sinaloa.
El referente negro en la memoria de muchos son las elecciones intermedias de 2021, cuando la violencia política impactó en 570 de los 2 mil 469 municipios en 32 estados, como resumió un informe sobre la violencia en ese año electoral del Seminario sobre Violencia y Paz de El Colegio de México. Aquel proceso electoral, que comenzó el 7 de septiembre de 2020 y terminó el 6 de junio del año siguiente, registró mil 66 delitos y agresiones, que incluyeron 102 homicidios dolosos y 48 en grado de tentativa, cometidos en 66 por ciento por grupos armados, reveló la consultora Etellekt.
No hay ningún indicativo de que la violencia en el proceso electoral revertirá su tendencia ante la cuasi claudicación del Estado mexicano ante los criminales, y a la deliberada política del presidente Andrés Manuel López Obrador de no enfrentarlos, sino sólo buscar su inhibición y responder con fuerza únicamente cuando soldados y marinos sean atacados. El gobierno federal dejó de ser garante de la seguridad y los saben las comunidades afectadas. Como botones de muestra:
*Un grupo de mujeres del pueblo wixárika, que viven en municipios enclavados en la Sierra Madre Occidental, que comprende Jalisco y Nayarit, pidió hace unos días que se frenaran los atropellos, las extorsiones, los cobros de piso y los asesinatos “injustificados” –normalizando quizá que hay crímenes “justificados”–, pero no a la autoridad, sino a Nemesio Oseguera, el Mencho, jefe del Cártel Jalisco Nueva Generación.
*Recientemente, habitantes de los municipios de Chicomuselo y Bella Vista, en la frontera de Chiapas con Guatemala, donde hace meses el gobierno envió al Ejército y la Guardia Nacional para restablecer la paz, recibieron con ovaciones y alivio no a los militares, sino a los comandos paramilitares del Cártel de Sinaloa, en quienes cifran sus esperanzas para que los defienda del Cártel Jalisco Nueva Generación.
*Siete de 14 personas secuestradas en la comunidad de Texcapilla, en el sur del Estado de México, fueron liberadas por La Familia Michoacana tras privarlos de su libertad por su rebelión en diciembre contra el control absoluto de su vida, pero sólo después de que el gobierno mexiquense aceptó el chantaje de devolverle uno de los tres ranchos que le decomisó la administración anterior a la organización criminal. Las siete personas fueron liberadas a cambio de un rancho; faltan dos más.
No hay gobierno, aunque todas las mañanas hay Presidente. No habrá seguridad, aunque esté militarizado el país. Las Fuerzas Armadas no inspiran miedo a los criminales, al ser más de adorno que defensores de la ciudadanía. Cada vez más les tienen menos respeto, los enfrentan, los humillan y los matan. Durante el sexenio de López Obrador, hasta 2023, el número de militares que murieron a manos de criminales se elevó en 138 por ciento. La política de abrazos, no balazos, rompió las defensas de la última trinchera ante criminales.
El escenario para las elecciones de este año está pintado de rojo. Por una parte está el creciente poderío criminal que ya no se ocupa del gobierno, porque no es realmente lo que les preocupa, sino de sus rivales. Por el otro, el número de puestos de elección popular en juego aumenta la vulnerabilidad por haber más posibilidades de control. En 2021 se pusieron en juego 19 mil 368 cargos públicos, y este año más de 50 mil candidatos estarán buscando uno de los 20 mil 286 cargos que se disputarán, entre ellos la Presidencia, nueve gubernaturas, 30 congresos locales, ayuntamientos y juntas municipales en las 32 entidades.
De ese total, 19 mil cargos públicos son locales, que son los que impactan de manera más directa en la vida comunitaria, y donde se puede argumentar está el mayor interés de los criminales, porque quienes viven en esas poblaciones son, por llevarlo al ámbito de las transacciones comerciales –por las drogas son eso, un negocio–, sus clientes. Es ahí donde se enfoca la delincuencia organizada, en los municipios, las alcaldías, las juntas municipales, en su estructura organizacional –seguridad, finanzas, obras–, donde cobra derecho de piso a los negocios, extorsiona a los agentes económicos y dicta al resto de la población sus propias reglas de mercado.
La experiencia de las elecciones de 2021 fue la exhibición del poder del Cártel de Sinaloa, que operó en prácticamente todos los estados del Pacífico, salvo Jalisco, para apoyar a candidatos, inhibir a rivales, amagar a funcionarios de casilla o asesinar a quienes decidieron arriesgarse y entrar a la competencia. Hay incluso exgobernadores que describen en privado cómo tuvieron que plegarse ante el crimen organizado y dejar pasar a quienes les dijeran.
Con mayor poder hoy en día, el crimen organizado tiene más incentivos para el control político y territorial que hace tres años, porque enfrenta a rivales más fuertes y mejor armados, para cuya batalla requiere tener en cargos públicos a los suyos, como primer brazo ejecutor de la estrategia que está buscando, de manera real y formal, un narco-Estado mexicano.