Una de las cosas que prometió desde su campaña y que repitió ya como presidente Andrés Manuel López Obrador fue un ambicioso e inédito plan para descentralizar a las dependencias de la Administración Pública Federal, a las cuales, dijo, sacaría de la Ciudad de México para mandarlas a distintos estados y ciudades de la República, como una forma no sólo de disminuir el centralismo histórico y nocivo en el país, sino también para fomentar el crecimiento económico y la diversificación de empleos en varias regiones de México.
“¿Qué se quiere con la descentralización y con otras acciones? Que todo el territorio nacional pueda crecer parejo. No es justo ni recomendable que toda la inversión pública y privada se concentre sólo en algunas regiones del país y si se quiere que haya inversión en todo el país, por eso la descentralización del gobierno”, dijo López Obrador el 9 de julio de 2018, cuando aún era presidente electo.
La idea no era mala y en su momento le sirvió incluso para ganar votos, porque les dijo a muchos mexicanos del interior de la República, que crecieron repudiando el viejo centralismo de la era priista, que por primera vez un Presidente apostaría por llevar a las regiones y entidades federativas las distintas dependencias federales que, según su vocación, llevarían todos sus empleos, sus actividades y sus recursos económicos, a ciudades en las que hacía falta trabajo y el dinamismo económico que representa el gasto público de varias de esas dependencias.
Pero el plan real con el que se echó a andar esa descentralización fue, como casi todas las acciones de este gobierno, improvisado, sin estudios técnicos, de factibilidad y sin la planeación presupuestal, administrativa y hasta laboral que requería un movimiento de ese tamaño para la administración federal y sus funcionarios y trabajadores. En ciudades como Chetumal, Acapulco y Ciudad Obregón, se esperaba con ansias la llegada de la Secretaría de Turismo en la capital quintanarroense, la Secretaría de Salud en el caso del necesitado puerto de Guerrero y de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural en el agroindustrial y abandonado Cajeme del sur de Sonora.
Pero todo fue demagogia y discurso de campaña; ante la ausencia de una planeación real que tomara en cuenta cosas tan básicas como el posible traslado de cientos de miles de burócratas federales y sus familias que viven en la Ciudad de México y a las que pretendían obligar a mudarse a otras regiones del país, el plan obradorista naufragó en el desorden, la simulación y el incumplimiento. Apenas algunas oficinas de la Secretaría de Educación se abrieron en Puebla, algún local fue rentado por Turismo en Chetumal para simular que estaban trabajando, igual que Pemex hizo como que mandaba algunas oficinas menores a Ciudad del Carmen en Campeche.
En cinco años, desde 2018 a 2023 el programa más ambicioso de descentralización que haya intentado gobierno alguno en México apenas si logró trasladar algunas áreas menores del gabinete federal no como parte de un plan real, estudiado y gradual, sino más bien como la simulación en que cayeron varios titulares de las secretarías para hacer como que cumplían con el compromiso presidencial, cuando en los hechos, ni siquiera ellos, los secretarios y directores de paraestatales, intentaron ni se vieron nunca despachando fuera de la cómoda y centralizada Ciudad de México.
La Secretaría del Medio Ambiente, que fue prácticamente inexistente en este gobierno -además de ser cómplice del ecocidio en la selva maya- apenas si mandó a algunas personas a aparentar que se estaban moviendo a Mérida; igual que hizo la Secretaría de Cultura, que abrió un local en Tlaxcala para decir que estaba avanzando, aunque sus titulares no salían de la capital del país.
Y así llegó el último año de gobierno y ante la terca realidad que, como en muchos otros temas le golpeó la cara al presidente, a López Obrador no le quedó más que reconocer, el pasado 11 de enero, que “ya no se pudo” concretar su promesa de llevar a las dependencias federales a ciudades y estados donde contribuyeran con su derrama económica y de empleo al crecimiento de esas regiones. Pero como en todo lo que incumplió en su mandato, el tabasqueño encontró el pretexto perfecto en la pandemia de Covid-19 que, él mismo lo confesó públicamente, le vino “como anillo al dedo”.
“Una de las cosas que tenemos pendiente es lo de la descentralización. Nos afectó bastante la pandemia, como en otros casos y ya no se pudo”, declaró el Presidente a principios de este año, reconociendo, a su modo, otro de los fracasos y promesas incumplidas que dejará su sexenio.
Lo que sorprende no es que haya fallado un plan de descentralización al que nunca se le vio pies ni cabeza, ni se realizó con seriedad y mucho menos con voluntad política y presupuestal real; lo más paradójico y negativo es que el gobierno que ofreció descentralizar la vida pública y administrativa, terminó convirtiéndose en el más centralista y antifederalista.
No sólo porque el Presidente volvió a concentrar muchas funciones y poder que les fue quitando a los estados, como en su programa del IMSS-Bienestar, que le dio al traste a los avances de los Sistemas de Salud de los estados, sino porque eliminó el Seguro Popular, que repartía recursos a las entidades los fideicomisos de apoyo a los estados y municipios en materia de seguridad, para concentrarlo todo en el Ejército y su inservible Guardia Nacional, sino porque además pocos presidentes trataron con tanto desdén y prepotencia a los gobernadores estatales, a los que siempre vio como sus empleados y lacayos, en el caso de los 22 mandatarios morenistas, a los que obliga a venir con un chasquido de dedos cada que se le antoja al Palacio Nacional para tratar incluso temas partidistas, mientras que a los de la oposición se dedicó a cortejarlos y cooptarlos políticamente con embajadas y consulados, a cambio de que traicionaran a sus partidos y le cedieran el poder a su nuevo partido de Estado.
Con Andrés Manuel López Obrador la República se volvió mucho más centralista, porque todo lo decidía el Presidente desde su Palacio, como en las épocas del viejo PRI y a los estados los sometió y los subordinó a sus caprichos, premiando a los gobernadores que se le hincaban y castigando presupuestalmente a los mandatarios estatales que se atrevieron a intentar rebelársele al Centro invocando el federalismo, como ocurrió con todos los que impulsaron la fallida Alianza Federalista, que les costó a varios de ellos hasta persecución y cárcel. En eso también retrocedimos en este sexenio… Ruedan los dados. Acecha la Serpiente.