viernes, noviembre 1, 2024

El fin de la utopía

Cosas Pequeñas

Juan Antonio Nemi Dib

“…sólo en la civilización occidental existe aparentemente la idea de que toda la historia puede concebirse como el avance de la humanidad en su lucha por perfeccionarse, paso a paso,  a través de fuerzas inmanentes, hasta alcanzar en un futuro remoto una condición cercana a la perfección para todos los hombres…”.

Robert Nisbet

La idea de que los humanos estamos condenados al progreso imparable es reciente: más de 3,500 años de historia documentada lo demuestran; el ‘progreso? es una concepción nacida del debate (la “Querella”) entre pensadores clásicos y “Modernos”, la convicción de que la ciencia, la técnica, el universalismo y la proyección de lo “humano” como conjunto de valores igualitarios y benéficos para todos, se fue instalando como credo en tiempos recientes y además, como un regalo “de Europa para el mundo”.

Antes, la estabilidad, la inmovilidad y la creencia determinista en voluntades superiores, controladoras de todo y de todos, constituían el “destino”; la gente solía aceptar el estado de cosas como la voluntad cumplida de los dioses, por ejemplo, a través del derecho divino de los reyes, la condición sacra e intocable del poder ejercido por las minorías. La promesa de un mejor estadio y la compensación del sufrimiento terreno en la vida eterna eran formas de consuelo, esperanza, aceptación y hasta resignación. Pero La Ilustración, la Revolución Francesa y la convicción profundamente revolucionaria de que la felicidad debería ser asequible a todos, sin excepciones, hicieron que el siglo XVIII se convirtiera, precisamente, en el “Siglo de las Luces” y su secuela de prosperidad sin límites.

Innovar, investigar, racionalizar, expandir horizontes y dar pasos de costado respecto de las ideas hegemónicas previas, particularmente las “verdades reveladas”, se convirtieron en leitmotiv en todos los ámbitos, produciendo cambios inimaginables en la organización social y en el papel que tocaba a los individuos bajo la convicción de la bonanza y la mejora constante, aquí y ahora. Uno de los frutos de todo esto fue la reivindicación de los derechos del hombre, la semilla primigenia del liberalismo, la aparición de las repúblicas y los sistemas basados en el voto libre y secreto de los ciudadanos, todo ello en un proceso complejo, largo y con muchos matices que abarcó las ciencias, las artes, la política, la técnica, la cultura y las formas de gobierno pero, sobre todo, la manera de ver el mundo.

Por otro lado, los últimos dos siglos, con la explosión -no hay mejor forma de decirlo— del conocimiento y la revolución tecnológica, marcaron hitos que resuenan y dejan huellas profundas como pasos de gigante: la máquina de vapor, la radiocomunicación, los antibióticos y particularmente la penicilina, las prácticas higiénicas, la medicina basada en evidencia, la producción masiva de moléculas y moduladores biológicos artificiales, la manipulación genética, la agricultura y la ganadería de modelo industrial, la movilidad motorizada de personas y objetos, la internet, la astrofísica, la física cuántica, entre muchos otros y aún sorprendentes avances, han servido para incrementar drásticamente la longevidad, para democratizar el conocimiento, para facilitar la vida cotidiana, para generar un mercado global de proporciones monumentales que lleva alimentos y otros bienes de consumo a los sitios más remotos, que ha potenciado el ocio y el entretenimiento, entre otras mejoras indiscutibles en la calidad de vida. Y eso que aún no sabemos lo que nos espera con la computación cuántica, la inteligencia artificial, la propulsión a base de agua y de hidrógeno y quizá, el control genómico total y la minería espacial.

“Peros” y “asegunes” frente a esta evolución hay de sobra, menciono sólo algunos: el deterioro ambiental y la depredación irracional de recursos, el consumo suntuario nocivo, la sobrepoblación y la superación en la capacidad de carga del planeta, la concentración ilimitada de la riqueza, la incapacidad o falta de voluntad (o ambas) para erradicar la pobreza, los imperialismos y el subdesarrollo endémico, el gobierno de y para las corporaciones, el perfeccionamiento de las máquinas de guerra y de asesinato colectivo, el riesgo latente de una grave y mortífera conflagración bélica, la pérdida de identidades individuales y colectivas, la alienación de personas, comunidades y culturas, exclusión, racismo, genocidios “justificados”, tecnologías para controlar, etc.

Destacan entre todo lo anterior los altos niveles de frustración, aburrimiento, la destrucción de los valores de convivencia cívica pacífica y grata, así como el individualismo descarnado de jóvenes y adultos de todos los estratos sociales que deriva en egoísmo superlativo (Dios ha muerto/El Hombre es Dios), carencia de empatía, normalización e indiferencia frente a la violencia criminal y de Estado y, penosamente, las adicciones y codependencias que intentan suplir fallidamente los vacíos existenciales y la falta de expectativas y de propósito, todo lo que induce la sensación de agobio social, la disolución de vínculos y la vida en permanente conflicto.

Habrá quien piense que son los costos a pagar por el “progreso”, pero en realidad se trata de la verdadera agenda inmediata y semi oculta del planeta, los retos que están con nosotros, acechando nuestra realidad cotidiana y que necesitamos superar si queremos subsistir como especie en nuestra casa común. A eso podemos agregar los “fracasos políticos”, las decepciones que provocan los gobernantes y la imposibilidad absoluta para satisfacer todas las necesidades sociales. Dice bien Daniel Innerarity: “Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción.” Él mismo apunta sobre la teatralización de la política: cuando los gobiernos no pueden, fingen que hacen… por definición, los problemas crecerán.

Es increíble que el 30% de la población del planeta viva en pobreza, que estemos acostumbrados a 56 conflictos armados que se viven justo ahora con brutales consecuencias y océanos de sangre inocente, que ocurran casi 60 homicidios violentos cada hora, que las ganancias de la delincuencia organizada en el mundo se estimen en billones de dólares, que cada día se talen 41 millones de árboles, que verdaderas hordas de migrantes tengan que abandonar sus países a causa de la violencia, la intolerancia y la pobreza, que casi 8 millones de venezolanos hayan sido expulsados de su país, que el gobierno de Nicaragua mantenga presos a obispos y sacerdotes (aunque les va mejor, porque aquí los matamos) y que un showman que niega el cambio climático, que cree en la supremacía blanca, que ha sido sentenciado por varios delitos y que admira a Kim Jong-Un pueda convertirse en el líder de la nación más poderosa del mundo… por segunda vez. Parece que se nos acabara el progreso.

La Botica.- Los casos de abusos, extorsiones y todo tipo de violencia por parte de las corporaciones policiacas de Veracruz contra gente inocente se cuentan por decenas cada día en todo el territorio. Consecuencia directa de la ausencia de gobierno, el desconocimiento, la corrupción supina que prometieron incrementar, digo, combatir, su superficialidad y ligereza, han provocado que los “guardianes del orden” no respeten a nadie, que parecieran funcionar como un nuevo cártel, pero privilegiado, porque utiliza las armas, los vehículos, el combustible, las municiones y los uniformes que pagamos los ciudadanos. Una de las muchas broncas explosivas que hereda la nueva administración; es un problema muy grave, pero es uno entre muchos, repito.

antonionemi@gmail.com

otros columnistas