jueves, diciembre 19, 2024

Trump y su golpe de Estado

Estrictamente Personal

Raymundo Riva Palacio

Desde el 23 de febrero de 1981 en Madrid, se puede argumentar, el mundo democrático no había visto una situación similar a la que se vivió ayer en Washington: un golpe de Estado estimulado desde el poder. Parece una contradicción, pero no lo es. La anatomía de las dos intentonas es compleja, pero tienen que ver con el intento, desde la cima del poder, de apelar a la rebelión para impedir el funcionamiento de la democracia porque afecta intereses particulares. La diferencia que hay que subrayar es que España era una democracia incipiente, mientras que Estados Unidos llevaba 220 años de vida.

Aquel 23 de febrero, el oscuro teniente coronel Antonio Tejero, vestido con el uniforme de la Guardia Civil, irrumpió en Las Cortes a tiros, donde se estaba votando la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como nuevo presidente del gobierno español, respaldado por militares con subametralladoras automáticas. Mientras eso sucedía, el jefe de la conspiración, que había sido maestro del rey Juan Carlos en el Ejército, el teniente general Jaime Milans del Bosch, sacó las unidades de combate en Valencia, amagó las instalaciones de las autoridades y decretó el estado de excepción.

El rey Juan Carlos mantuvo silencio, avalando implícitamente la asonada militar, hasta que, de acuerdo con diplomáticos y fuentes de inteligencia en aquellos años, el presidente de Francia, Valéry Giscard d’Estaing, le habló por teléfono y le dijo que, si no frenaba el golpe, jamás entraría España a la Comunidad Económica Europea –actualmente la Unión Europea–. Hasta ese momento, 18 horas después del asalto de Tejero, Juan Carlos le dio instrucciones a Milans del Bosh, argumentando que no lo apoyaría, de frenar el golpe. El caso del presidente Donald Trump es diferente por lo violento, irresponsable e increíble para un país como el suyo.

Trump no escondió la cabeza como Juan Carlos; fue abiertamente golpista. No utilizó al Ejército, porque los jefes militares ya habían rechazado sus intentos por descarrilar el proceso electoral, pero aparentemente, con el respaldo de sus aliados republicanos en el Capitolio, retrasó la petición de la alcaldesa de Washington de enviar a la Guardia Nacional en previsión de las protestas que se convirtieron en una insurrección. Lo más grave es que fue promovida y alentada por Trump, quien además de convocar a sus simpatizantes, los animó. “Nunca nos rendiremos, nunca concederemos”, dijo Trump en un mitin afuera de la Casa Blanca. “Nuestro país ya ha tenido suficiente. No aguantaremos más”. Era un llamado a la acción.

Centenares de personas se dirigieron entonces al Capitolio sobre la avenida Constitución –una caprichosa ironía– a poco más de cuatro kilómetros, y de ahí en adelante hubo escenas nunca antes vistas. Es cierto que, en la década de los 60, manifestantes llegaron a las escaleras del Capitolio para buscar que audiencias sobre la Guerra de Vietnam se suspendieran, pero no tomaron por asalto el edificio central que alberga los plenos del Senado y la Cámara de Representantes, así como las oficinas de los líderes y el museo, ni tampoco tomaron los seis edificios adyacentes que albergan las oficinas de diputados y senadores. Menos aún se apoderaron del pleno del Senado y provocaron tiroteos en el interior, como ocurrió ayer.

Es una vergüenza y una irresponsabilidad histórica de Trump y sus secuaces, como el senador Ted Cruz y un centenar de republicanos, que se prestaron a sus intereses particulares, y que después de ver lo que habían provocado, comenzaron a pedir calma y a no utilizar la violencia. Tarde. Cuando se ha contaminado a una sociedad con mentiras y propaganda, generando polarización y animando a la confrontación, esto es lo que sucede: una institución como la Presidencia de Estados Unidos, con un desesperado titular dispuesto a romper con toda la institucionalidad, convirtiéndose en una caricatura que arrastra con el prestigio de una nación y el respeto del mundo.

Trump es una caricatura, pero en su posición, es altamente peligroso. Todavía ayer, tras incitar a la rebelión armada en el epicentro de Washington, que es donde está el Capitolio, tras aliados y opositores que lo urgieron a dar la cara y pedir a sus turbas que se retiraran del Capitolio, insistió en un video que difundió en su cuenta de Twitter, en la falacia que les habían robado la elección presidencial. Eso no fue el llamado a la paz que le exigían, sino a mantener la rebelión contra las instituciones, en particular contra el Capitolio, corazón de la democracia estadounidense, que no había sido tomado por nadie desde 1814, cuando lo quemaron los invasores ingleses.

También es el legado de Trump, un hombre rabioso y rencoroso que fracasó como destructor de la democracia y demoledor de instituciones. No fue por su falta de fuerza, empeño y obsesión, sino porque las instituciones mostraron ser más fuertes que él, y porque sus propios correligionarios en el Capitolio y en los gobiernos estatales, actuaron con responsabilidad y lo apoyaron hasta que hacerlo habría sido un crimen. Son importantes las instituciones, pero más las personas que las habitan. Sin ellas, son colonizadas. Con ellas, se evitan los excesos, los abusos y las arbitrariedades. Es una gran lección para otras naciones sobre lo que significan los contrapesos y la independencia ética y responsable en las instituciones.

El día no ha terminado, y lo que sucedió ayer en Washington no es un epílogo, sino un preámbulo. Trump dejará la Casa Blanca en dos semanas –si no actúa su gabinete e invoca la Enmienda 25 para destituirlo antes de que cause más daño–, pero deja tras de sí un país confrontado y polarizado, con un segmento de la sociedad que creyó sus mentiras de fraude electoral –39 por ciento a nivel nacional, 17 por ciento de los demócratas y 31 por ciento de los apartidistas piensan que es verdad–, que no sanará ni se reconciliará. Biden habló de unidad en los momentos aciagos de ayer, pero como sabemos en México, esa división será irreversible.

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