Algunos afirman que Andrés Manuel López Obrador se vacunó hace tiempo contra el covid, bajo la lógica de que las primeras muestras para la inoculación han estado en control de la autoridad federal y habrían llegado hace semanas, durante la negociación con los laboratorios. Los que lo dicen son probablemente los mismos que lo acribillarían si llegara a enfermarse porque habría cometido “la irresponsabilidad”, absurda por parte de un jefe de Estado, de no haber tomado la precaución para inmunizarse. Si lo hizo, cuestionarían el abuso de su autoridad para concederse un privilegio que no tenía el resto de los ciudadanos; si no lo hizo y se enferma, lo criticarían por afectar la conducción del país y quedar expuesto en momentos de crisis nacional.
López Obrador ha expresado que esperará su turno como cualquier otro ciudadano, que presumiblemente ocurrirá a partir de febrero cuando se comience a vacunar a los mayores de 60 años. Este lunes, durante la mañanera, fustigó a los directivos de instituciones de salud que intentan saltarse turnos y beneficiarse a sí mismos y a los suyos. Pidió cero tolerancia ante estos casos y una denuncia puntual al respecto. A juzgar por estas palabras, todo indicaría que el presidente no ha sido vacunado, aunque puedo entender que, en medio de la polarización que vive el país, creerlo o no se convierte en una opción política o en un acto de fe.
En beneficio de la versión de López Obrador opera el hecho de que su vocero y una de las personas más cercanas, Jesús Ramírez, informó este fin de semana que había contraído el covid19.
De entrada, el hecho de que una figura tan importante de la 4T no hubiese sido vacunada a pesar de que el gobierno tiene disponible la inoculación, es en sí un dato que lleva a la reflexión. No puedo imaginarme a un funcionario del círculo íntimo de Enrique Peña Nieto o de Felipe Calderón que hubiese rehusado el privilegio de inmunizarse si la pandemia hubiese ocurrido durante su sexenio. Los usos y costumbres de ese momento habían normalizado la noción de que los recursos públicos constituían un patrimonio al que los altos directivos tenían derecho. Una especie de prebenda que iba con el puesto. Basta ver como usaban los aviones, las instalaciones, los comedores exclusivos, los guaruras o los chefs pagados con nuestros impuestos. En ese sentido, más allá del balance final que merezca el gobierno actual, habrá que considerar entre sus aciertos el cambio de referentes en materia de uso y abuso de los bienes públicos. Podrán cuestionarse los viajes del presidente en avión comercial y la pérdida de tiempo y eficiencia que ello supone en la conducción de los asuntos de Estado. Pero es cierto que ha sido un símbolo muy poderoso para marcar pauta al resto de los funcionarios y cambiar el paradigma de este tipo de corrupción.
Sin embargo, y regresando a la pandemia, el criterio decisivo para valorar la actuación de las autoridades, más allá de que ellos se vacunen prematuramente o no, será el resultado en términos de salud pública. El primer año los esfuerzos se centraron en la tarea de acotar la epidemia y evitar la saturación del sistema de salud. El segundo año estará marcado por el enorme reto de inmunizar a la población en el menor tiempo posible, una carrera en la que están inmersos todos los países y sobre cuyo resultado sus líderes serán juzgados.
Difícilmente podemos hacer un balance favorable de la primera etapa; más allá de que hay un sesgo político en la crítica que intenta sacar partido y responsabilizar al gobierno de todos los males, y allí están las cifras igualmente onerosas en países con infraestructura y recursos mayores que el nuestro, lo cierto es que 130 mil muertos son demasiados, y hay contradicciones e inconsistencias a lo largo de 2020 en el desempeño de las autoridades de salud.
Ahora arranca una segunda etapa que será decisiva. De la eficacia y rapidez de la campaña de vacunación dependerá el número final de muertos y, sin duda, eso es lo más importante. Pero también es cierto que el gobierno se está jugando el resto. La epidemia y la crisis económica han lastrado las posibilidades de ofrecer resultados contundentes del combate a la pobreza o la disminución de la desigualdad, como se había propuesto el gobierno. Pero en ese sentido ningún país se salva. López Obrador tiene claro que entre más se extiendan las restricciones a la circulación y se demore la apertura plena de la actividad económica, menos posibilidades tienen sus reformas para hacer un cambio sustantivo en la realidad del país.
La apuesta del gobierno para enfrentar este reto es arriesgada. Ha optado por una estructura paralela conformada por 10 mil brigadas. Cada una estará integrada por 12 personas: cuatro promotores sociales que laboran en programas sociales, dos del sector salud, cuatro elementos de las fuerzas armadas y dos voluntarios. Esto significa movilizar a 120 mil personas durante varios meses, bajo una estructura heterogénea e inusual comparada a la estrategia de la mayoría de los países, que recurrirán a los canales fortalecidos del sistema de salud vigente. Una tarea logística ambiciosa en la que nuestro gobierno se tiene confianza y apuesta su capital político.
Se le ha criticado porque se asume que es una estructura que tiene fines clientelares, lo cual AMLO rechaza: está convencido que es la vía más eficaz para inmunizar a la población. Esperemos que no se equivoque, por el bien de todos.
www.jorgezepeda.net
@jorgezepedap