domingo, noviembre 24, 2024

El problema con los bienintencionados

18.03.2021

Si tu signo del zodiaco te pronostica un pésimo día, no te preocupes, consulta otro periódico o abre otra página digital hasta que encuentres la que te ofrece mejores auspicios. Con la política suele suceder lo mismo, y muy particularmente en momentos tan apasionadamente rabiosos como el que vivimos en México. La mayor parte de la prensa, radio y televisión ofrecen cada mañana datos categóricos sobre la presunta catástrofe a la que el país se dirige conducido por Andrés Manuel López Obrador.

Por su parte, a quienes no les parecen aceptables tales augurios les basta consultar a la otra prensa o a las redes sociales propicias a la 4T para blindarse con la cotidiana descripción que hace el Presidente de la manera en que está salvando al país de la bancarrota moral en el que nos lo dejaron. Las dos versiones poseen datos de sobra para apuntalar sus argumentos y adjetivos para descontar a los de los contrarios.

Para un observador recién llegado que de buena fe intentara averiguar qué está pasando, le resultaría evidente que en ambos lados los dados están cargados. En la versión pesimista, el principal diario “de oposición” publica una gráfica por países sobre la recuperación económica tras la pandemia bajo el título “Es México colero en reactivar PIB”, aunque la gráfica para demostrarlo ubica al país a la mitad de la tabla. Editores decididos a que la realidad no les eche a perder un “buen” titular. 

Del otro lado, a ese mismo observador le resultará difícil asimilar las afirmaciones del Presidente, quien datos en mano presume que la estrategia mexicana para la adquisición y aplicación de vacunas es ejemplar. Salvo que en la tabla que expone para demostrar que México está por encima de muchos países (mayormente de África) se observan casi todos los de América Latina por encima del suyo. Este miércoles México aparecía con 3.51 por ciento de su población vacunada al menos con una dosis; el promedio de América del Sur era 5.53 por ciento.

Desde luego puedo entender que lo que se está jugando en México en este momento es un intento de cambio de régimen y no solo acciones de gobierno sobre las que se puede estar de acuerdo o en desacuerdo, como era el caso en cualquier otro sexenio. El propio Presidente ha dicho que está haciendo todo lo necesario para conseguir que tal cambio se vuelva irreversible. Esto explicaría en parte la virulencia de los que intentan impedirlo y la vehemencia de los que buscan coronarlo. Para los primeros, se trata del desmantelamiento de buena parte del andamiaje institucional que se construyó en las últimas décadas; para los segundos, la posibilidad de modificar las prácticas e inercias instaladas en la vida pública a favor de los privilegiados y en detrimento de los más necesitados. Cada uno de los dos bandos está convencido de que su lucha es en beneficio del país en su conjunto. Pero cada vez es más evidente que el país de uno no es el país del otro.

Hay un país en el que habita entre 30 y 40 por ciento de la población, para la cual las cosas han marchado aceptablemente bien, aunque con mucho por corregir. Es el país representado por José Antonio Meade y Ricardo Anaya en las últimas elecciones presidenciales. Para ellos la modernización quizá no fue idílica, pero consiguió libertades públicas y prosperidad entre las clases medias, y una considerable riqueza entre las clases altas. Se acepta que las élites se habían desbocado en excesos y derroches, y tocaba introducir ajustes y moderaciones, pero nada que pusiera en riesgo lo que estos sectores habían conseguido. Se asumía que, con tales ajustes, la prosperidad podría llegar al resto de la población aún no beneficiada. Desde esta perspectiva no es de extrañar la actitud de alarma o franca irritación que provoca el gobierno al poner en peligro esa relativa bonanza a cambio de lo que consideran un salto al vacío.

Para los que habitan el otro país las cosas son aún más categóricas. Lejos de verse arrastrados a la modernidad prometida, la mitad o poco más de la población creció en rabia e indignación; simple y sencillamente no pudieron entrar al país de los otros y nada lo ilustra mejor que el continuo crecimiento de la población que trabaja en el sector informal (56 por ciento actualmente). A López Obrador no le ha costado ningún trabajo hacerles ver que en el fondo no se trata de dos países, uno al que la va bien y otro al que le va mal, sino de un mismo país profundamente desigual. Peor aún, uno en el que la prosperidad de unos se ha alimentado de la miseria de los otros.

Se dirá que más allá de estas visiones encontradas hay una realidad tangible que debería ser el criterio indisputable para zanjar el debate: estadísticas contundentes que están más allá de cualquier polémica. No es tan fácil. Estadísticas hay para todos los gustos, como bien nos lo hacen saber cada mañana unos y otros. Unos esgrimen una moneda firme y finanzas públicas aceptables, los otros aseguran que solo es cuestión de tiempo para que el peso y el erario se desplomen, y contraatacan con datos sobre la caída de la inversión y el crecimiento; es la pandemia, se defienden los amloístas, y explican que más importante que los montos en la inversión privada es asegurar que la poca o mucha que exista no se edifique sobre el abuso, la especulación y la expoliación de recursos de la nación. Ese tipo de inversión provoca más daños que beneficios.

Y salvo que las cosas mejoren milagrosamente o empeoren radicalmente a tal punto que le den la razón a uno u otro, cosa poco probable en lo que resta del sexenio, el interminable desencuentro de argumentos y datos se mantendrá entre gritos y sombrerazos cada vez más indignados en ambas graderías. El problema es que la crispación no solo es un estado de ánimo; con un detonante impredecible puede derivar en una desestabilización económica y social en la que perdamos todos.

A estas alturas, lo único que puede ayudar a impedir que estas dos visiones acarreen un mal mayor es la ética. Si cada una de las dos partes se considera moralmente superior a la otra, tendrían que comenzar a demostrarlo en la argumentación misma, en el debate que no recurra a la estigmatización, a la manipulación de una gráfica o a la descontextualización interesada de un dato aislado. Unos se consideran la gente “de bien” que busca impedir el triunfo de la sinrazón; otros intentan modificar el régimen para hacerlo más justo, socialmente menos inmoral. Pero han ido al combate dejando atrás toda consideración ética de cara al adversario hasta construir una arena en la que la disputa busca descalificar y destruir, no convencer o mucho menos entender. Ambos tendrían que darse cuenta de que no solo son los argumentos sino la manera de esgrimirlos lo que determina la autoridad moral de quien lo emite. Y en ese sentido, las dos fuerzas dejan mucho que desear: prometen un México mejor, pero lo están empeorando.

@jorgezepedap

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