Mucho está en juego en las elecciones del próximo domingo, es cierto, pero habría que mantener las cosas en perspectiva: no se está decidiendo el futuro del país de una vez y para siempre, por más que intenten convencernos de ello los candidatos o los comentaristas y columnistas que vivimos de rumiar hasta la obcecación los asuntos de la vida pública.
Hay que reconocer, sí, que estas elecciones intermedias son más relevantes que las de sexenios anteriores, al menos por tres razones. Una: los cambios en el calendario electoral provocaron que por vez primera coincidiera el relevo en 15 gubernaturas de manera simultánea con el reemplazo del poder legislativo; en ese sentido, son los comicios intermedios más vastos que hayamos tenido. Dos: al estar en marcha una intención de cambio de régimen por parte del gobierno de López Obrador, la disputa de proyectos entre el partido oficial y los opositores es más contrastante que en otras ocasiones; o dicho de otra manera, eran menos relevantes cuando la opción se circunscribía al PAN y al PRI y luego resultaba que pese a la alternancia, el ganador conservaba agendas parecidas o mantenía en Hacienda a la misma persona (José Antonio Meade, por ejemplo). Y tres: el partido en el poder tiene el objetivo de conseguir la mayoría calificada, lo cual le permitiría hacer cambios constitucionales sin necesidad de negociar con la oposición, privilegio del que no gozaron los ocupantes de Palacio Nacional en los últimos sexenios.
Dicho lo anterior, habría que relativizar lo que está en juego. Por más que la narrativa sea la de una cuarta transformación, las posibilidades de orquestar un verdadero cambio de régimen desde la Presidencia son más bien reducidas. Los márgenes que poseen los poderes ejecutivos o legislativos en los países actuales son mucho más limitados de lo que parece. Lo acabamos de ver en el caso de Donald Trump en EU. En tiempos de globalización y explosión del mundo virtual, las inercias instaladas y las interdependencias han reducido brutalmente el peso de los Estados nacionales. Algo similar sucede en México, estamos a la mitad del tercer año del gobierno de López Obrador y pese a toda la polarización, los gritos y sombrerazos en la conversación pública y en redes sociales, la vida cotidiana en realidad ha variado muy poco.
Se podrá pontificar en las mañaneras todos los días sobre los males del neoliberalismo, pero lo cierto es que vivimos en un mundo dominado por la economía de mercado del cual México, el planeta entero, no puede sustraerse. En el mejor de los casos, toda esa crítica ayuda quizá a paliar algunos de los excesos más ominosos de la sociedad de consumo.
López Obrador podrá fustigar con dedo flamígero una y otra vez a los ricos, pero no ha habido expropiaciones ni incremento de impuestos o afectación a su patrimonio. Lo más radical que se ha hecho al respecto es exigir que paguen sus contribuciones e intentar parar las estrategias de evasión con la que hacían su agosto las grandes empresas. Y para todos aquellos que aseguraban que el triunfo de López Obrador supondría el desplome del peso o la salida masiva de capitales, habría que recordar que nada de eso ha sucedido; las finanzas públicas del obradorismo han sido notoriamente responsables: control de la inflación, equilibrio en el gasto público, aversión al endeudamiento y obsesión por mantener la moneda nacional estable.
Lo que sí ha habido es una narrativa radical, a ratos belicosa que, dadas las circunstancias, cumple una función política que paradójicamente, sea por razones intencionales o no, ayuda a la estabilidad política del país. López Obrador llegó al poder gracias al voto de millones de personas que exigían un cambio, hartas de los excesos, la corrupción y la desigualdad. Y mientras esas mayorías estén convencidas de que el Presidente del país habla en su nombre y hace suya y expresa su molestia, existe al menos una salida política a su malestar. Preocupémonos cuando esas mayorías sientan que carecen de una vía legítima para canalizar su inconformidad.
En el fondo, el sexenio de López Obrador constituye el intento de impulsar el péndulo en la otra dirección, un ajuste menor en realidad con respecto a los muchos excesos en los que habíamos incurrido en detrimento de los sectores más desprotegidos y de las regiones más abandonadas. La recuperación del poder adquisitivo del salario mínimo, las inversiones en el sureste, la derrama anual de 700 mil millones en ancianos, jóvenes y familias de escasos ingresos, entre otras muchas acciones, puede que no sean la panacea ni se trate de soluciones definitivas, pero tienen como destinatarios a grupos que habían recibido muy poco y habían acumulado legítimos agravios con las políticas públicas de los últimos sexenios. Pueden cuestionar las maneras a ratos atropelladas y señalarse desaciertos que algunos juzgarán de mayor gravedad que los cometidos por gobiernos anteriores. Pero, en conjunto, el país seguirá caminando bajo inercias y tendencias que construimos entre todos, en gran medida a partir de los condicionamientos, los impulsos y las presiones de la vida moderna.
Las elecciones del próximo domingo son vitales esencialmente para los que se están jugando carrera y fortuna en una candidatura. Pero habría que ser realistas, los resultados electorales ni siquiera suponen un cambio de cuadros entre las élites políticas. Incluso los candidatos de Morena, el nuevo partido en el poder, son en su mayoría reciclados de otros partidos y han estado allí desde siempre.
Con todo, es cierto que el resultado de estas elecciones podría modificar tonalidades en la segunda mitad del sexenio obradorista. Si el Presidente obtiene el control absoluto en las cámaras, el péndulo podrá moverse algunos grados más en la dirección que propone. Pero tampoco nada que otro gobierno u otro movimiento pendular no pueda ajustar o matizar en el futuro.
Es verdad que este domingo chocarán en las urnas dos visiones distintas de país, dos proyectos sociales contrastantes. Pero eso no significa que el triunfo en un sentido u otro suponga que una de ellas pueda imponerse significativamente. Ni la alianza Sí por México puede ignorar que 60 por ciento de la población exige cambios parecidos a los que el obradorismo propone ni éste puede desconocer que vivimos en un mundo dominado por la sociedad de mercado. Ejerzamos nuestro voto, acudamos a las urnas sabiendo que es uno de los pocos momentos en los que los ciudadanos podemos intervenir en la cosa pública. Pero no nos convirtamos en rehenes de la estridencia catastrofista que los profesionales de esto, políticos y comentaristas, intentan vendernos.