Por Jorge Javier Romero
Jorge Javier Romero Vadillo es profesor–investigador del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana–Xochimilco, en México.
Con la pretensión de llevar a cabo un cambio de régimen en México, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha emprendido una demolición de buena parte de la administración pública. En su lugar van quedado solo huecos en funciones que el Estado ha dejado de realizar o las tareas han sido asumidas por las Fuerzas Armadas. El gobierno, en nombre de la austeridad, del combate a la corrupción o del desmantelamiento del neoliberalismo, ha puesto en riesgo o desaparecido organismos que habían adquirido el carácter de servicios públicos profesionales relativamente despolitizados, en medio de una maquinaria estatal que históricamente ha funcionado como un botín para el reparto político del empleo y los recursos públicos.
El Estado mexicano nunca se ha caracterizado por su eficiencia administrativa. Su burocracia es heredera del patrimonialismo de la Colonia y se consolidó durante el porfiriato (siglo XIX) como una red de funcionarios dedicados a vender protecciones particulares a los poderosos y a negociar la obediencia de la ley con grupos capaces de ejercer violencia. La Revolución (1910-1921) produjo una redistribución del botín público, pero no modificó la forma de operación de la maquinaria estatal. El Partido Revolucionario Institucional (PRI), que estuvo en la presidencia con distintos nombres desde 1929 a 2000, operó como una maquinaria de distribución de las rentas del Estado entre sus integrantes.
El monopolio en el reparto del empleo público fue una de las claves de la unidad del PRI, y la discrecionalidad con la que la Presidencia lo distribuía fue uno de los pilares en los que se asentaba la fortaleza del régimen. El presidente era, a la vez, la cabeza de la burocracia y del partido, y repartía a voluntad los cargos administrativos y los puestos de elección. Para eso contaba con el control de los resultados electorales. El sistema funcionaba como un juego de las sillas musicales en la que cada seis años todos se levantaban de su puesto y corrían por equipos hacia una nueva posición.
La mayor parte de las tareas de dirección del Estado eran realizadas por operadores partidistas cuya función era ejercer el presupuesto donde se pudiera obtener más apoyo político, con horizontes temporales marcados por los períodos presidenciales, pues hasta 2003 no existía un servicio profesional de carrera que le diera permanencia general a la administración pública y, cuando este se creó por ley, se establecieron mecanismos de excepción que facilitaron la continuidad del reparto político de los cargos.
Este sistema de botín exacerbó sus disfuncionalidades con el final del monopolio político del PRI, pues con la competencia electoral cada alternancia en el poder se convirtió en una rebatiña despiadada por los puestos públicos, y cada ciclo electoral en un período de saqueo.
Esta pluralidad democrática hizo necesaria la profesionalización del servicio público. Entre 1990 y 2018 surgieron cuerpos estatales diseñados para evitar su captura por grupos de interés, ya sea político o económico. El Instituto Federal Electoral (hoy Nacional, INE), el Banco de México y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) nacieron como órganos autónomos del Estado, dirigidos por cuerpos colegiados nombrados por coaliciones políticas consensuales, en un país donde el Estado había dejado de ser monopolio de un partido.
Durante las dos primeras décadas de este siglo fueron creadas o adquirieron autonomía agencias estatales como el Instituto Nacional de Transparencia (INAI), el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT). En estos órganos se ha ido gestando una nueva administración pública, mucho menos politizada, más especializada y permanente.
Con la llegada de López Obrador a la presidencia, empeñado en centralizar el control político del Estado, la profesionalización estatal no solo se frenó, sino que se ha revertido. Desde el principio de su gestión se propuso el desmantelamiento de los cuerpos autónomos: promovió la reforma constitucional para desaparecer al INEE, propició la captura política de la CNDH, busca desaparecer a la CRE, ha dejado acéfala y con un consejo inoperante a la Cofece (y busca lo mismo con el IFT), y ha arremetido una y otra vez contra el INAI y el INE, al cual ha sometido a una operación de asedio político. Cuando hubo de relevar al nuevo gobernador del Banco de México, optó por una economista de su círculo más cercano, después de retirar la propuesta de su exsecretario de Hacienda, en un proceso confuso con tintes de castigo por indisciplina.
Otras agencias más modestas también han sido víctimas del desmantelamiento en nombre de la “austeridad republicana”. El recorte se ha cebado especialmente contra las encargadas de la ciencia, la tecnología y la innovación, en las que hubo (de 2018 a 2019) una reducción de 44.1% del personal.
El caso del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), un pequeño centro de educación superior e investigación que el presidente considera que “se derechizó”, ha cobrado relevancia recientemente por la resistencia de su comunidad académica al intento de desmantelamiento. Pero también han sufrido recortes institutos tradicionales, como el de Antropología e Historia y su escuela, la ENAH, y se ha decretado la desaparición del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas.
Una parte relevante del desmantelamiento del Estado civil se ha concretado en la transferencia de funciones a las Fuerzas Armadas. Según el Inventario de lo militarizado, elaborado por el CIDE y México Unido Contra la Delincuencia, al menos 246 funciones de la administración civil han sido trasladadas a la militar, bajo el supuesto de que así funcionarán con menos corrupción y más eficiencia. En la realidad, la gestión militar implica mayor opacidad y menor rendición de cuentas, sin que existan evidencias de la mayor honestidad de los gestores castrenses.
El gobierno de López Obrador dejará, al final, un Estado aún más destartalado del que recibió, menos profesionalizado pero más clientelista y militarizado. La tarea de construir una administración de carrera es una asignatura pendiente del proceso de reforma del Estado, necesaria para que México transite a un orden social de acceso abierto, capaz de generar incentivos para el desarrollo económico y social. En la agenda política del futuro, este tema debería ocupar un lugar central.
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