Reconozco tres éxitos (a mi juicio indiscutibles) de Andrés Manuel López Obrador: (i) el haber encarnado la denuncia de los abusos cometidos por los juniors de la democracia durante la primera década del nuevo siglo quienes, enquistados en los tres partidos principales de esos años, traicionaron el proceso que los llevó al poder; (ii) el haber consolidado su liderazgo personal, mediante su extraordinaria capacidad de comunicación política; y (iii) el haber puesto a los pobres (y a la desigualdad) como la prioridad irrenunciable de cualquier acción pública.
Sobre esa base construyó una candidatura que ya se veía vencedora desde la segunda mitad del sexenio previo y que, además, se fue alimentando de las torpezas, la corrupción y la aberrante coalición que formaron sus adversarios principales. Muchas veces me he preguntado (aquí y en otros sitios) cuántos votos se emitieron a favor de López Obrador y cuántos en contra de la élite que gobernaba México. Y en varias ocasiones he sostenido que gracias a aquellos atributos, lo que sucedió en el 2018 no fue una elección entre opciones diferentes sino una rebelión electoral. Andrés Manuel, el líder de la oposición, concitó un alud de apoyos reunidos mucho más por el resentimiento y la revancha que por el respaldo a un programa de gobierno claramente definido.
Después comenzó una gestión pública que ha sido, por decir lo menos, incompetente. Quienes la respaldan siguen apelando a la magia de aquellos éxitos políticos que llevaron a Andrés Manuel a convertirse en presidente, porque no tienen otros argumentos. Es decir, siguen doliéndose del pasado oligárquico, siguen celebrando la popularidad del líder y siguen diciendo que todo se justifica por el reparto a los pobres (aunque ahora haya muchos más). Si se mira con cuidado, pese a sus variantes ingeniosas, no dicen otra cosa porque no tienen otra cosa que decir.
Las decisiones tomadas por el presidente no han permitido que la economía del país vuelva a crecer, no han mejorado la distribución de la riqueza, no se ha mitigado la corrupción y no han disminuido los niveles de violencia. La evidencia es contundente: el gobierno del presidente López Obrador no sólo es un fracaso palpable por donde se le mida —inseguridad, corrupción, pobreza, crecimiento o desigualdad— sino que, además, ha generado una abusiva concentración del poder en el Ejecutivo, ha militarizado el gobierno y ha minado, literalmente, toda la administración pública de México. Lo único que puede defenderse, si acaso, es la fuerza de su discurso igualitario. Pero sus palabras se contradicen con los hechos.
Varias veces he escrito en estas páginas —y lo repito ahora— que nadie sensato podría negar la importancia de combatir la pobreza y la profunda desigualdad que siguen lastimando a México; que nadie, en su sano juicio, podría oponerse a la imperativa necesidad de frenar las violencias que nos sangran; y que nadie debería negarse a erradicar la corrupción en todas sus manifestaciones. No es eso lo que se discute, sino la gestión que está haciendo el gobierno de López Obrador para enfrentar esos males principales del país y la violenta retórica con la que defiende sus prejuicios y elude su responsabilidad culpando siempre a otros —presentes o pasados.
La metáfora del noviazgo feliz que desemboca en un matrimonio horroroso no es mía: forma parte de la literatura habitual de las políticas públicas, cuando se advierte el abismo que hay entre su diseño y su implementación. Pero viene como anillo al dedo para describir lo que está viviendo México: el frustrante desempeño de un presidente que en vez de gobernar, aturde con palabras; que en vez de resolver problemas, los acrece; y que en vez de rendir cuentas sobre sus errores, culpa a otros.Investigador de la Universidad de Guadalajara