No, las muertes y la violencia que se ejerce contra los periodistas no proceden de la animadversión que el presidente Andrés Manuel López Obrador exhibe contra muchos de ellos: Carlos Loret de Mola siempre, Carmen Aristegui más recientemente y una docena de otros que se alternan para llamar su flamígera atención. Eso además de tres o cuatro medios que suelen arruinarle el desayuno. Pero obedece a otras razones la alarmante ejecución de reporteros y editores que mantiene a México entre los países más peligrosos para ejercer el oficio, por más que resulte lamentable el lenguaje que utiliza el mandatario contra la prensa “conservadora” y los descalificativos personales que endilga a columnistas y comunicadores específicos.
Para empezar, es un proceso que arrancó hace varios lustros y desde entonces no ha parado. Según Artículo 19, la organización mundial en favor de la libertad de prensa, 22 periodistas fueron asesinados en el gobierno de Vicente Fox, 48 con Felipe Calderón, 47 con Enrique Peña Nieto y llevamos 28 con Andrés Manuel López Obrador. Ciertamente el saldo de la 4T a mitad del tramo anticipa una cifra roja aún más alarmante, pero puede ser más bien atribuible a la expansión territorial del crimen organizado y al impacto acumulado del largo historial de impunidad que arrastra todo tipo de delitos en México.
Prácticamente la totalidad de los incidentes ha victimizado a miembros de la prensa local a lo largo de todo el territorio nacional, no a los periodistas de la Ciudad de México o a los medios nacionales con los cuales el Presidente ha expresado tener diferendos. Decir que la ejecución de informadores en Veracruz, Chiapas o Tijuana obedece al clima de confrontación que ha propiciado AMLO es faltar a la verdad o simplemente ganas de hacer política.
Ahora bien, esto no quiere decir que el gobierno de Morena no carezca de alguna o mucha responsabilidad. De entrada, la misma que tuvieron administraciones anteriores, que no es poca. Tres años de gobierno son muchos para argumentar que la calamidad es resultado exclusivamente de lo que dejaron de hacer autoridades en el pasado. La mayor parte de estos crímenes sigue quedando impune por incapacidad o falta de voluntad de gobiernos de todos los niveles, lo cual ha terminado por reforzar la inclinación de los poderes legales e ilegales para suprimir la cobertura periodística que les resulta incómoda. Los reportes sobre agresiones a la prensa coinciden en señalar que la mitad o más de tales crímenes proceden de actores políticos, y no sólo remiten a organizaciones delincuenciales. Si no hay factura política o judicial que pagar por agredir a un reportero cuyo trabajo exhibe la corrupción de un funcionario, resulta muy tentador amenazar, hostilizar y, llegado el caso, suprimir al periodista responsable.
Lo que sí podría ser reprochado explícitamente a AMLO es el clima hostil que ha sostenido contra medios y periodistas que lo critican. Primero porque, como bien se ha dicho, pone en riesgo a los mencionados. Si bien no se ha traducido en una agresión criminal, y esperamos que siga haciendo así, el linchamiento en redes sociales que desencadena el verbo presidencial propicia un agravio intimidante que daña la vida personal de los involucrados. La desproporción entre lo que podría mover la voluntad del soberano frente al daño que a él puede provocarle una columna o un titular crítico está a la vista.
López Obrador está en todo su derecho de precisar toda nota que considere incorrecta sobre actos de su gobierno o su persona, pero para eso bastaría ofrecer lo que a su juicio es la información correcta. No sería necesario emprender la andanada de insultos personales y políticos con los que suele responder. “Subirse al ring” con los Loret o los Brozos prácticamente todos los días e intercambiar epítetos no sólo debilita la figura presidencial, sino también la comprensión de los hechos por parte de la opinión pública. Al disputarse la información a partir de argumentos políticos los ciudadanos se quedan con la impresión de que la veracidad es lo que menos importa a los contendientes. El lamentable segmento “quién es quién en las mentiras” (el título lo dice todo) tendría que ser, en todo caso, una pieza centrada en información puntual y estar ajena a toda adjetivación. Por desgracia, para Comunicación Social de la Presidencia resulta más importante descalificar al mensajero que corregir cualquier imprecisión del mensaje. Apelar a una batalla discursiva más que informativa deriva en una confrontación política y moral, en la que lo importante es estar de acuerdo con el Presidente o estar de acuerdo con sus críticos, al margen de los hechos concretos que estén en revisión.
En otras ocasiones he argumentado que no hay inocentes en este escenario de polarización tan agresivo entre Presidencia y medios de comunicación. Ambas partes tienen responsabilidad. Pero los posibles daños colaterales para uno y otro de los contendientes, en cambio, están muy mal repartidos. El riesgo es mucho más alto para los que carecen de un aparato de Estado detrás de sí. El Presidente se concibe a sí mismo como una víctima de la maquinaria de información del sistema que está tratando de cambiar, sin darse cuenta del enorme poder que emana del jefe de Estado de un régimen presidencialista y que muchas de las consecuencias de esta desproporción escapan a su propia voluntad.
No, el Presidente no es responsable de los crímenes ni éstos obedecen a la diaria confrontación de la mañanera con sus críticos, pero ciertamente no es algo que ayude a resolver la escalada de violencia que padecen los periodistas en México. El riesgo es que ambos terrenos se contaminen. Lo que para él es un derecho de réplica frente a la cobertura con la que no está de acuerdo, para otros hombres de poder regional puede terminar siendo una coartada o justificación para pasar del verbo airado a la violencia física. Y eso sí tendría que preocupar al jefe de Estado por la responsabilidad personal que conlleva.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap